La
verdad es ya una palabra en desuso, casi sospechosa o, peor aún, que
hace sospechoso al que la pronuncia: de mesianismo, de ingenuidad,
de simplismo. La verdad, en estos postmodernos y globalizados tiempos
líquidos, es ya meramente una construcción, una narración mejor
hilvanada que otras o, a lo peor, simple mitología. En cualquier
caso, no es única, no es inamovible; la verdad ya no es lo que era:
ya nunca será siempre y paradójicamente, verdad.
Javier
Baruch
Los
que trabajamos con una ciencia débil como la Medicina estamos bien
acostumbrados a movernos entre la hierba alta de la incertidumbre y,
si tenemos paciencia y cuidado, sabemos cómo evitar caer en el
escepticismo nihilista o, peor aún, en el cinismo de los que
abanderan el conocimiento –aunque generalmente se refieren sólo a
datos sueltos– sólo si sopla a favor (cherry-picking,
le llamamos, técnica y metafóricamente). No se trata de demostrar quién o
cómo se hace más barato, no se trata sólo de eficiencia
sino, probablemente de respeto, de cooperación, incluso, de consumo
responsable. Aunque aquí, habitualmente, queremos hablar sobre la salud del seno, otra vez más nos iremos por la tangente, acompañando a la ¿láctea? marea blanca.
Desde
esta posición ambigua y compleja que constituye nuestra profesión y
abriendo el foco desde el/la paciente hacia ¿arriba?, desde la consulta
a los despachos, la visión, la estimación de lo que la asistencia
sanitaria es, ha sido y quiere ser, no puede resultar unívoca ni
monolítica. Es bueno que haya distintos criterios siempre que estén bien argumentados. Necesitamos hipótesis alternativas.
El
discurso oficial actual es que la sanidad (la asistencia sanitaria)
es un barco desgobernado e ingobernable, que pierde euros como el
Prestige perdía petróleo antes y después de hundirse y nos pintara las
playas y las gaviotas (qué ironía) de alquitrán. El discurso oficial también es,
sin embargo y paradójicamente, que tenemos una sanidad de primera,
de-las-mejores-del-mundo, y que es, a la vez, eficiente e
insostenible, equitativa y excesivamente generosa, profesional e
indolente, accesible y dispersa, innovadora y anquilosada... todo
depende del contexto, del aspecto que se analice y, sobre todo, del
foro al que el político, el profesional o el analista de guardia se
dirija en cada momento. Y, claro, con un discurso así, tan confuso
como perverso, no faltan los que ven en ello un inestimable estímulo
a las reformas, a los cambios, a ponerlo todo en duda para acabar de
una vez por todas con el asunto: el paciente tiene algo, un problema,
¡amputemos! Ya, sí, pero ¿puede aguantar la intervención? ¿es lo
mejor? ¿hay alternativas menos cruentas?
Hasta
hace bien poco los profesionales sanitarios, el sistema,
no hemos
sido tanto un problema como una solución. Hemos
mantenido una asistencia sanitaria con indicadores más que decentes
(en los grandes números, no así en los detalles mirados más de
cerca) con un consumo de recursos bastante proporcionado a nuestra
economía (en las grandes cifras, no en la distribución del gasto).
El secreto a voces ha sido la combinación de los bajos salarios de
los profesionales sanitarios y la abnegada paciencia de usuarios que
sufren colas, servicios en ocasiones mediocres, carteras de servicios
truncadas, poca capacidad de elección y una nula participación en
la toma de decisiones sobre el sistema que les proporciona la
asistencia. Ahora, desde hace menos tiempo, de solución hemos pasado
a ser el problema. Somos insostenibles, ineficaces, resistentes al
cambio y a la innovación, esclerosados, casi cadáveres y, a la vez,
depredadores del presupuesto: somos una sanidad zombie. Olemos mal,
incluso.
Sí,
necesitamos reformas, desde luego. ¿Qué institución no las
necesita en este momento? Pero esas reformas no pueden hacerse de
espaldas a usuarios y profesionales y sin contar con los datos, con
objetivos razonables, consensuados, con gestores competentes, bien
formados e independientes, con confianza y autonomía para los
centros y los profesionales, con transparencia. Y con tranquilidad.
No podemos, además de navegar con una vía de agua en la línea de
flotación (y no voy a sugerir quién disparó el misil, cada cual
busque a los responsables, incluso frente al espejo), ir dando
bandazos con esta ventolera que sopla, por cierto, siempre del
noreste.
Necesitamos
reformas tranquilas, con guante de seda, bien pensadas (basadas en
las mejores pruebas disponibles) y mejor explicadas, con sentido, sin
la premura de lo que había que haber hecho antesdeayer y no se hizo.
Sin romper la baraja. Los problemas de las organizaciones no tienen
culpables –eso nos enseñaron–: tienen soluciones, cursos de
acción viables, ajustes. Si no los han tenido los bancos (culpables,
me refiero), nosotros tampoco. Su verdad puede ser también la
nuestra. Su imprescindible saneamiento, también.
La
tijera y la Gran (contra)Reforma a destiempo sólo precipitará el
Apocalipsis Zombie. Y luego busque usted un cirujano plástico y unos
órganos en buen estado que le dejen más presentable. Ya no quedará
nadie, ningún lugar donde mirar. La tinta de las reformas
apresuradas, centradas en un value
for money que pocos discutirían de entrada, será
nuestro chapapote. Y hasta aquí me llegan las metáforas, aunque si
quieren empleo unas del ámbito sanitario, tan de moda: no se trata
del cirujano de pulso firme, ni de amputar, de terapias dolorosas
pero necesarias; se trata de prevención, de control de daños, de
priorizar medidas, de trabajo en equipo. Se trata de tomar buenas
decisiones sobre un paciente crítico, inestable y muy, muy valioso.
Piensen.
Duden. Se lo ruego.
Porque
no hay, nunca hubo, una sola verdad. Y eso no sé si es bueno, pero
es lo que hay.
Y disculpen que me haya ido tan por la tangente, de nuevo.