martes, 3 de diciembre de 2013

REAL LADIES NEVER VANISH



Veía y leía recientemente un extraño artículo en The Guardian (por cierto, con el título de una vieja película de Hitchcok) sobre unas fotografías muy particulares: los retratos victorianos de bebés. En ellos las madres, o las damas de cría, o las nurses, desaparecidas tras gruesas telas, camufladas, ejercían de sostén, de sillón orejero, ocultas por una especie de burqa ad hoc, sujetando a sus bebés para que el fotógrafo pudiera hacer su trabajo. Estamos hablando de los inicios de la fotografía, de tiempos de exposición muy prolongados que obligaban a la quietud más absoluta durante muchos segundos si el retratado no quería salir "movido". Como dice el artículo, los padres del siglo XIX que querían hacerle una fotografía a un hijo, debían vestirlo con una ropa para la ocasión, llevarlo a él o ella a primera hora de la mañana y, seguramente, también a sus hermanos hasta el estudio fotográfico (o "ambrotipista") más cercano, subir varios pisos de escaleras hasta el ático, colocarse en el estudio y quedarse quietos durante unos 30 segundos, pagar una buena cantidad de dinero y esperar varios días hasta obtener las copias que enviarían a la familia como recuerdos o alojarían en álbumes o marcos.  La necesidad obliga (en caso de duda, siempre a las mujeres, claro). Estos retratos, pienso, tienen un punto como camp y enternecedor pero, sobre todo y a la vez y mucho más, algo lúgubre, forzado y, desde luego, cruel en su torpe interés en hacer que la mujer desaparezca.
Es cierto que la fotografía, entonces, era algo caro, complicado, excepcional. Cualquier sacrificio —femenino– debía parecer justificado para ahorrar una placa del carísimo colodión y posterior baño de plata si el niño se movía. Las cosas, al menos las técnicas, han cambiado mucho desde entonces y ahora todo el mundo se permite ser fotógrafo y fotografiado constantemente –a poco que se disponga de un móvil medio actualizado– y nadie es ya, nunca más, inédito –whatsapp ya se encarga–, nadie es capaz de no exhibirse, de no hacerse notar. 
Yo tampoco, resulta obvio: aquí escribo, otra vez.

Pero estamos hablando de mujeres desaparecidas, invisibles; mujeres que, a la vez que hacemos por no ver, por ignorar, hacen posible que las cosas sucedan, mujeres que, desde su invisibilidad, nos sostienen. Y que, en tantas ocasiones, no  vemos o no miramos.
Mientras veía estas antiguas fotografías de mujeres ocultas, pensaba en otro libro de fotografía que compré hace  poco tiempo, el scar project de... no recuerdo o no quiero recordar el nombre del fotógrafo. Un libro muy duro, excesivamente, en mi opinión. Un libro cruel, que muestra mujeres que te miran a los ojos pero que, paradójicamente y a la vez, permanecen ocultas (y esto es sólo una opinión, una cuestión incluso más subjetiva que una opinión), aunque en esta ocasión no se trata de una cortina o de una colcha, sino que quedan reemplazadas, en segundo plano, difuminadas por el horror de las cicatrices, de sus historias de dolor, de su narración poderosa y, a la vez, alienante que llevan escrita a base de cirugía y quimioterapia. Fotografías que, dese mi punto de vista, también esconden a sus protagonistas, en este caso por una exhibición casi pornográfica (¿morbográfica?) del dolor. Mujeres desaparecidas en un primerísimo plano.
Y quiero intentar explicarme bien, porque no quiero decir que la enfermedad de estas mujeres no importe, que no sea enorme, como un troll patoso y violento, descerebrado y hambriento. No puedo ni quiero negar el horror, el miedo o la desfiguración. Yo también me encargo de provocar todo eso, como efecto ¿secundario?. Quiero decir que, a pesar de todo, ellas, las mujeres, son las que están ahí, no la enfermedad, no la muerte. Esa es la foto que debemos ver: ellas (y no sus cicatrices y no su dolor y no su relato) son las protagonistas. La vida es el personaje principal.

He visto, y espero haber acompañado, a muchas mujeres pasar por este mal momento del diagnóstico y de la terapia agresiva que lo sigue. Y creo haberlas visto de verdad. Creo que nunca puedo esconderlas detrás de los paños quirúrgicos que coloco, enmarcando, como el viejo daguerrotipista, lo que va a quedar definitivamente, invadido, alterado, en muchas ocasiones destruido, algunas veces torpemente recreado mientras duermen. Siguen siendo ellas con o sin peluca, con o sin pañuelo, con o sin familia. Nunca se ocultan, no van a pasar desapercibidas entre la montaña de análisis y radiografías, al contrario, siempre están, llenas de valentía y de confianza, de contención y de agradecimiento, de vida.
Real ladies never vanish. Espero nunca dejar de poder verlas, sus miradas, sus gestos. Si algún día es así, la deshumanización profesional, esa especie de presbicia médica que adquirimos con la erosión de los años, me habrá vencido. Porque donde nunca están, de verdad, es en sus scanners, ni en los niveles del marcador, ni en el resultado de la biopsia: todo eso sólo intenta, torpemente, taparlas.

No están, nunca estarán, si las queremos suplantar, ver en función de su enfermedad. Eso es la casualidad, la anécdota (poderosa y brutal) que nos ha hecho hacer la foto con rayos X o con un campo magnético o con un radioisótopo; el instante (difícil, siempre demasiado largo) que pasará. Estas mujeres no son su enfermedad: esto no consigue taparlas, deformarlas, anularlas. Son ellas, siempre en verdadero primer plano, cada una de ellas, cada día, intentando seguir adelante, construir, aportar, ayudar. Claramente visibles, perfecta y exactamente presentes.

Y sujetándome, tantas veces, sosteniéndome para que yo no salga movido.