A lo que iba:
He leído –ayer leí de una sentada, es breve– el estupendo cómic (¿novela gráfica?) "Que no, que no me muero" de María Hernández Martí (texto) y Javi de Castro (ilustración) donde la autora cuenta fragmentos, sensaciones y reflexiones en torno a su experiencia durante el tratamiento del cáncer de mama (y más cosas, muchas más cosas). Soy muy aficionado al cómic, pero no lo suficiente para hacer una reseña bien argumentada, así que os recomiendo la que salió en El País, o mejor aún, la que he leído de Gerardo Vilches; os ilustrará más que este post en muchos aspectos (y no sólo técnicos o de erudición).
Pero yo iba a otra cosa, a lo de contar. A lo de contarLO.
No es la primera vez que se plantea esto de contarlo (o no), desde luego. En otro muy (muy) buen libro sobre la experiencia personal atravesada por otro tipo de cáncer (un linfoma) titulado "Mi cuerpo también", de Raquel Taranilla, la propia autora reflexiona en el prólogo sobre "¿Por qué contarlo [...]?" cuando todo puede parecer (y leerse) en contra: volver a recordar, exponerse, decir (de más o de menos), atormentarse, arrepentirse, incluso repetirse o repetir lo que ha sido dicho ya en otro lugar, por otra persona, en otro contexto (nunca será repetir, por tanto). Y, particularmente respecto al cáncer de mama, hay multitud de textos, tanto más formalmente editados como –no menos valiosos– en Internet.
Así que, creo yo, es una buena pregunta... ¿por qué contarlo?
Contar –contarlo– es, por un lado, poderlo hacer. Y no sólo desde la posibilidad física tal como se utiliza comúnmente esa expresión, con el significado de "sobrevivir a algo", sino desde la capacidad personal, la potencia, el deseo de de escribir para –al menos– completar el relato que hasta ahora sólo se leía –¿quién accede?– en la pésima letra de las notas de los médicos y las enfermeras en tu historia clínica o en los menús desplegables y los pdfs de la historia clínica electrónica. Poder contarlo es también, de alguna forma, un acto terapéutico –una actitud, mejor– cuando la enfermedad, esta enfermedad, se hace cargo de la situación, lo quiere ocupar todo o casi todo, amenaza con llevárselo todo por delante: contar algo, darle nombre, darle un relato, permite delimitarlo, que no se expanda como una mancha de petróleo, como un tsunami (y elegir mejores metáforas que las anteriores, claro). Un cuento de miedo sirve para conocer, para describir al miedo (y a nosotros frente a ello). Contar algo es una forma de controlarlo de la misma forma que un escritor puede manejar sus paisajes, sus tramas, sus personajes: decidir su aspecto, cuánto, cuándo y dónde aparece y, en definitiva, hacerlos morir o que triunfen. No digo que, en este caso en particular, se pueda llegar a tanto. La ficción, incluso la autoficción o la autobiografía tiene, como todo, un poder limitado, pero... (pienso) algo puede, algo puedo.
Y contar –contarlo– es, aún más, compartirlo y así ayudar desde otra posición, desde otra perspectiva. Leí en algún lugar cómo los profesionales, los expertos, los deportistas de élite, incluso los músicos más virtuosos (en el libro se hablaba específicamente de Itzhak Perlman) necesitan también un oído externo, un buen coach (de eso iba aquel artículo) que sea capaz, entre otras cosas, de analizar las distintas situaciones y manifestaciones del todo dividiéndolas en sus puntos críticos, delimitando sus componentes. Cuando una paciente se decide a contarlo se convierte, de algún modo, en coach de otras. Y de los profesionales. Desde otra posición, desde otra perspectiva.
María Hernández y Javi de Castro, los autores de "Que no, que no me muero" hacen precisamente eso: dar pinceladas concretas, cerrar viñetas, capturar frases, delimitar aspectos. Desde la ficción, construyendo un personaje –Lupe– donde convergen experiencias propias y ajenas, hechos e imaginación y mediante un orden tan aleatorio como neurótico: por orden alfabético.
Con "C" de "cáncer" pero también con "C" de "contarlo", con la lucidez del héroe o del antihéroe o, por ponerlo en las palabras de la autora:
En este libro se cuenta cómo en estos últimos años he tenido muchísimas oportunidades para desplegar una paciencia maravillosa, zen, elegantísima, de esa que te ilumina de inteligencia y te embellece y sirve de inspiración a los demás.
Y cómo las he desaprovechado todas