jueves, 25 de julio de 2019

Lo que el cáncer te quita


Llevo tiempo sin escribir por aquí, pero no quería dejar pasar la oportunidad de utilizar este espacio para recomendar la lectura de “What Cancer Takes Away” de Anne Boyer, publicado en el número de Abril de 2019 de la revista The New Yorker. Me he tomado la libertad (y el tiempo) de traducirlo, con mis limitaciones y alguna licencia. Me disculpo por los posibles errores. El texto creo que vale la pena porque aunque es extenso, como suelen serlo los artículos de esa revista, los matices, la perspectiva, la sutileza y las ocasionales detonaciones de algo que se aproxima mucho a la verdad, compensan enormemente su lectura en estos tiempos de memes y memos. Aquí lo dejo, habla Anne Boyer:


Lo que el cáncer te quita.

Cuando enfermé advertí a mis amigos: no tratéis de impedir que piense en la muerte.
Anne Boyer. 15 de Abril, 2019. The NewYorker

Antes de enfermar estuve haciendo planes para un lugar público para el lamento, con la esperanza de instalar en las grandes ciudades un templo donde cualquiera que lo necesitara pudiera reunirse para llorar en buena compañía y con los recursos adecuados. Iba a ser una arquitectura muy exactamente imaginada sobre la tristeza: gárgolas hechas de sudores nocturnos, vidrieras fabricadas con los minutos más largos, vigas a base de no-puedo-pero-debo-continuar.

Cuando planificaba el templo, pensaba en la existencia de personas que odian a esos que llaman “llorones” y cómo responderían con ira a un lugar hecho de extraños desconsolados —un lugar que expusiera el sufrimiento como algo que compartimos. Sería algo formidable ofrecer a esos sufridores la comodidad de majestuosos canales de mármol donde colectivizar sus lágrimas. Pero nunca lo llevé a cabo.

Más tarde, cuando estuve enferma, me administraron un medicamento quimioterápico cuyo efecto secundario era el lagrimeo continuo, lágrimas goteando de mis ojos sin parar sin importar lo que yo sintiera o dónde estaba. Durante meses la tristeza de mi cuerpo ignoraba los intentos de mi mente de convencerme de que me estaba bien. Lloraba cada minuto, estuviera triste o no, convertida en un avergonzado monumento móvil de lágrimas. No necesitaba construir un templo para el llanto siendo ya uno. Pero siempre he odiado cuando alguien sufre solo.

La cirujana me dice que el mayor factor de riesgo para el cáncer de mama es tener mamas. No quiere darme los resultados de la biopsia si estoy sola. Mi amiga Cara, que trabaja con un sueldo por horas y no tiene permisos, se acerca en coche a la consulta en el extrarradio en su hora del almuerzo para que me puedan dar el diagnóstico. En los Estados Unidos, si no eres el hijo o el padre o la esposa de alguien, la ley no te garantiza que puedas dejar tu puesto de trabajo para cuidarle.

Cuando Cara y yo nos sentamos en la claridad del despacho esperando que la cirujana llegue, Cara me da una navajita que lleva en el bolso para que la pueda sujetar bajo la mesa. Tras estos preparativos teatrales, la cirujana me dice lo que ya sabemos todos: tengo al menos un tumor canceroso de 3,8 cm de diámetro en mi pecho izquierdo. Le devuelvo a Cara la navaja empapada en sudor. Regresa al trabajo.

Nadie sabe que tienes cáncer hasta que se lo dices. Hago una captura de pantalla de uno de los poemas de John Donne, la primera consagración, en la que se pregunta qué sentido tiene ser la Tierra, si la Tierra está sometida a terremotos y lo subo a Facebook: “Estudiamos la salud y deliberamos sobre nuestras comidas, nuestras bebidas, el aire, el ejercicio y tallamos, pulimos cada piedra con la que construimos ese edificio, de modo que nuestra salud resulta un trabajo continuo y  costoso, pero en un minuto un cañonazo lo arruina todo”. Obtiene un montón de likes. Luego sigo las demás instrucciones que leo en Internet: decírselo a mi madre, decírselo a mi hija adolescente, limpiar la cocina a fondo, negociar con mi jefe en el trabajo, encontrar a alguien que se haga cargo del gato, ir a la tienda de segunda mano a encontrar ropa que sea cómoda con el dispositivo para la administración de la quimioterapia, preocuparme por teléfono con mis amigos de que no tengo ––soy una madre soltera trabajadora–– nadie que me pueda cuidar. Como se ha decidido sin más ceremonial que los médicos me van a quitar ambas mamas y deshacerse de ellas en un incinerador, empiezo a practicar con la suposición de que mis pechos nunca han existido.

La sala de los enfermos de cáncer es una cruel democracia del aspecto: las mismas cabezas calvas, los mismos cuerpos devastados, las mismas caras hinchadas por los esteroides, los mismos dispositivos visibles como bultos bajo la piel. Los viejos parecen infantilizados, los jóvenes actúan como viejos y los de una edad media se dan cuenta que todo lo que constituye su edad media desaparece. Las fronteras de nuestro cuerpo se rompen. Todo lo que se supone que mantenemos dentro de nosotros parece derramarse por fuera. La sangre del sangrado nasal producido por la quimioterapia gotea sobre las hojas, los informes, los recibos de la farmacia, los libros de la biblioteca. Emitimos olores repugnantes. Vomitamos. Tenemos vaginas venenosas y esperma venenoso. Como nuestra orina está llena de toxinas, las señales en el baño instruyen a los pacientes a tirar dos veces de la cadena.

Diez días después del diagnóstico, me inyectarán doxorrubicina en mi cuerpo a través de un dispositivo que me han implantado quirúrgicamente en el pecho, conectado a la vena yugular. El nombre deriva de “rubí” porque es de un rojo brillante y voluptuoso. Una de las marcas del medicamento, la adriamicina, se llama así por el mar Adriático, cerca de donde fue descubierto. me gusta pensar en este veneno como el rubí del Adriático, un lugar donde no he estado nunca pero me encantaría ir, pero también lo llaman “el diablo rojo” y, a veces, “la muerte roja”.

Mientras me administran el medicamento, la enfermera de oncología se debe colocar un complicado vestido protector e inyectar lentamente la doxorrubicina por el dispositivo. El medicamento es tan potente que si se filtra al cuerpo hace que se mueran los tejidos. Los fluidos de mi cuerpo serán tóxicos para otras personas durante varios días después de que me hayan administrado el medicamento. La doxorrubicina es, en ocasiones, fatal para el corazón; una persona solo puede tolerar una cierta cantidad a lo largo se su vida y, cuando acabe el tratamiento, habré alcanzado la mitad de este límite.

Los científicos descubrieron este medicamento conocido como “el diablo rojo” cerca de Castel Del Monte, construido por el Emperador Romano Federico II en Italia a mitad del siglo XIII. El castillo no tiene foso ni puente levadizo por lo que no se supone que se usara como fortaleza. Fue construido en una rara forma octogonal y más tarde se convirtió en prisión y, después, en refugio durante la Peste. En el siglo XVII los Borbones se llevaron el mármol que lo recubría. Dos siglos más tarde los científicos recolectaron polvo del lugar. Se llevaron suelo a Milán y encontraron al Streptomyces peucetius, la bacteria rojo brillante del que se obtiene mi tratamiento. Entre otros de sus efectos, la doxorrubicina inhibe la enzima topoisomerasa II, frenando la proliferación de las células de proliferación rápida. Necesitamos muchas de estas células pero teóricamente otras no.

En los Estados Unidos, la doxorrubicina se aprobó para su uso general en 1974, un año después de mi nacimiento. Es probablemente el mismo tratamiento que Susan Sontag recibió antes de que escribiera “La enfermedad y sus metáforas”, uno de los primeros libros que alguien me ha enviado por mail ahora que me he puesto enferma. El tratamiento con doxorrubicina puede causar infecciones, leucemia, insuficiencia cardiaca y fallo de órganos y desde luego causará, al menos para mí, infertilidad. Porque la doxorrubicina es gereralista en cuanto a su capacidad de destrucción, también es peligrosa para el sistema nervioso central. El daño que causa se prolonga más allá del tratamiento y muchas veces se mantiene durante años. Mientras estoy sentada en el sillón de quimioterapia, mientras me administran un coctel de drogas, la materia blanca y gris de mi cerebro está siendo atacada. No hay una manera concreta de saber cómo esto me va a cambiar.

Los médicos no creyeron inicialmente a los pacientes que describieron los efectos cognitivos de la doxorrubicina, o minimizaron sus quejas incluyéndolas como parte de la depresión ligada al cáncer. Las RMNs de personas que han recibido esta quimioterapia para el cáncer de mama revelan daños en el córtex premotor y prefrontal. Los pacientes dicen que pierden su capacidad para leer, para recordar palabras, para hablar con fluidez, tomar decisiones, recordar. Algunos no pierden tan solo la memoria a corto plazo sino la ligada a episodios ––la memoria de su vida.

Me dieron doxorrubicina con ciclofosfamida, un medicamento aprobado para su uso en 1959, formando parte de una combinación habitual llamada quimioterapia AC con dosis densa. La ciclofosfamida es una forma mecicalizada de un arma química desarrollada por los científicos de Bayer son el nombre de “LOST” y prohibida en 1925. El gas mostaza, como también se conoce, siempre ha funcionado mejor como un incapacitante que como arma mortal, aunque puede también llegar a matar a una persona. Durante la guerra, LOST llenó las trincheras de humo amarillo brillante. Durante el cáncer viene en bolsas de plástico y nadie en la sala habla con franqueza de en qué consiste.

Aunque cuatro ciclos de dosis densa eliminaron efectivamente muchas partes de mí, ninguno de esos medicamentos pareció reducir significativamente mi tumor, Cuando habíamos terminado con toda esa aniquilación celular, mi propia auto-aniquilación era obvia, pero el tumor permanecía intacto. Se mantenía como la medida completa de una sombra contra la luz de la pantalla.

Con mi pelo ya desaparecido, incapaz de saborear la comida, con un desvanecimiento en IKEA mientras compraba un cuchillo de pan, una vez que todos mis ex-amantes me habían visitado para un último intento de llevarme a la cama, una vez que la generosa humillación de la caridad colectiva me había asegurado meses de productos ecológicos, me convertí en paciente. Nada de remedios anticuados. Cualquier horizonte estaba hecho de Medicina. Cualquier marcador de una identidad específica más allá de “los enfermos” y “los sanos” correspondía a otra era.

Cada película que veo ahora es una película sobre un montón de gente que parece no tener cáncer o, al menos, así me parece el argumento. Cualquier multitud que no esté en el hospital me parece curada por su aislamiento, todo el mundo me parece robusto y con pestañas y como si tuvieran ganas de cenar y planes sólidos para su jubilación. Estoy marcada por el cáncer y ya no puedo recordar apenas qué nos marca como lo que somos cuando no nos marca otra cosa. 

Aún así, sé que existía antes de enfermar. Conservo un diario, así que tengo pruebas. El primer día de 2014, el año en el que enfermaré, tengo 40 años, me gano la vida enseñando a estudiantes de arte y tengo una hija en octavo. Vivimos en un apartamento con dos dormitorios en las afueras de Kansas City, que me cuesta unos 850 dólares al mes. Según mis diarios, en los que apunto puntualmente cada detalle común y corriente, llevo puesto un suéter apolillado que me queda grande que le compré al Ejército de Salvación, y parezco tener un leve resfriado. Escribo sobre que me siento optimista por empezar el año nuevo con un virus. Es como si el año anterior hubiera sido eliminado por las llamas de la fiebre y el nuevo llegue a estrenar, porque cualquier enfermedad que no te mata te pone a cien y empiezas de nuevo, exactamente así. Estoy esperando la llegada de una cama con dosel de estilo Reina Ana que compré por 280 dólares en una tienda de segunda mano. Veintiséis semanas tras comprarla, la semana después de mi 41 cumpleaños, se convierte en mi cama de convalecencia.

Harriet Martineau, en su libro de 1844 “La Vida en el Cuarto del Enfermo” escribió. “Nada es más imposible de representar con palabras... que lo que es yacer en el límite de la vida y mirar, con nada más que hacer excepto pensar y aprender de lo que tenemos delante”. La madre de Virginia Woolf, Julia Stephen, también escribió un tratado sobre la habitación de los enfermos. En su trabajo de 1883 daba instrucciones a los cuidadores sobre que, aunque los pacientes en su lecho de enfermedad pueden tener “deseos” que “parecen y, frecuentemente son, absurdos”, estos son percepciones aumentadas de la realidad, un resultado de la mente “delicadamente organizada” de los muy enfermos, “cuyos sentidos han llegado a ser tan agudos a través del sufrimiento”.

Todo ese tiempo en la cama también puede atraer la práctica microscópica de la preocupación. En el lecho del enfermo, la enfermedad alumbra la precariedad, el egocentrismo, lo intrascendente. Me preocupo de mis finanzas personales, de la economía del hogar, del orden social. La madre de Virginia Woolf entendió estos agonistas de la enfermedad: “Entre el número de pequeños males que frecuentan la enfermedad, el mayor, por la penosidad que puede causar, aunque el más pequeño en tamaño, son las migas. Sabemos de del origen de la mayoría de las cosas, pero el origen de las migas en la cama nunca ha recibido la suficiente atención por el mundo científico”.

Estar enfermo deja demasiado espacio para pensar, y el excesivo pensar deja espacio para los pensamientos sobre la muerte. Pero yo estaba siempre hambrienta de experiencia, no por su ausencia y, si la experiencia del pensamiento era la única que mi cuerpo podría proporcionarme más allá de la del dolor, había que permitirse el pensamiento salvaje, morboso. Advertí a mis amistades con una serie de emails reenviados: No trates de impedir que piense en la muerte.

Cada semana anterior a comenzar la quimioterapia es como prepararse para una tormenta de invierno, o una tormenta de invierno con un invitado a casa, o una tormenta de invierno, un invitado a casa y el nacimiento de un hijo. El día antes de la quimioterapia un amigo viene de alguna parte en la que me encantaría estar ––California o Vermont o dos pueblos diferentes que se llaman Athens. Hago lo posible por parecer saludable para que mi amigo alabe la habilidad de mi camuflaje, sus materiales, comprados en wigs.com, CVS y Sephora. No hablamos de quimioterapia excepto un intercambio de información práctica, como a qué hora poner la alarma del despertador y cuál es la mejor ruta hasta la clínica. Pasamos el tiempo como lo pasan los amigos, cocinando verduras y oyendo música y hablando apasionadamente de otros amigos, ideas o asuntos de política. El día de la quimioterapia nos levantamos pronto y llegamos quince minutos tarde al menos. Hacemos una predicción de cómo de bien irá el tratamiento en función de qué canción suena en la radio del coche: “Bohemian Rhapsody” (no muy bien), “Waterfalls” de TLC (mejor). La quimioterapia, como la mayoría de los tratamientos médicos, es aburrida. Como para la muerte, hay que esperar mucho hasta que te llaman. Es también esperar mientras el pánico y el dolor posibles dan vueltas alrededor.

Una enfermera introduce una aguja muy larga en mi dispositivo de acceso venoso subdérmico (el “reservorio”). Primero me extrae cosas, después hay cosas que me inyectan y mi extraen, después hay cosas que se hacen gotear hacia mi interior. Para cada una de esas cosas que se hacen gotear hacia mi interior debo decir mi nombre y mi fecha de nacimiento. De todos los medicamentos que me infunden, algunos tienen efectos conocidos, evidentes: Benadryl, esteroides, Ativam. Debería saber qué se siente con ellos pero, en este contexto, nunca se parecen a sí mismos. Al contrario, al combinarse con la quimioterapia, crean una nueva sensación, una masa informe de ausencia de claridad.

Yo antes era una persona puntual. Ahora siempre llego tarde. Antes era una persona que reaccionaba mucho a una taza de café. Ahora soy una persona que se comporta cuasi-arreactiva con el barro de estas sustancias en mi interior. Se lo explico a mi amigo, mientras me infunden los fármacos: “Me están dando todos estos medicamentos, hasta el último”. La enfermera de oncología asiente: “Sí, sí lo estamos: le estamos dando todos los medicamentos”.

Intento ser la persona mejor vestida de la sala de quimioterapia. Me envuelvo con el lujo de la ropa de segunda mano que aseguro con un gran broche dorado con forma de herradura. Las enfermeras siempre me felicitan por cómo visto. Lo necesito. Después me ponen el gotero con el platino, entre otras cosas, y soy una persona con lujo de segunda mano y platino corriendo por mis venas.

Después de que la perfusión termina, me siento hasta que me es posible. No me rindo hasta que lo hago. Intento ganar a todos los juegos de mesa, recordar los libros que cualquiera de nosotros hemos leído, estar despierta hasta tarde. Pasan cosas terribles en mi cuerpo. A veces se lo digo a mis compañeros: “Están pasando cosas terribles en mi interior”. Finalmente, cuarenta o cuarenta y ocho o sesenta horas más tarde, no me puedo mover y no hay nada que pueda hacer para el dolor pero, intentando ser obediente a la Medicina y educada con mis amigos, me tomo algo para el dolor.

Se supone que las personas con cáncer de mama debemos ser nosotras mismas, tal como éramos antes, pero también mejores y más fuertes y al mismo tiempo dramáticamente peores. Se supone que debemos guardarnos nuestra infelicidad para nosotras mismas pero donar nuestra valentía a todo el mundo. Se supone, como cualquiera puede ver en los vídeos de YouTube, bailar hacia nuestras mastectomías o, como en “Sex and the City”, ponernos de pie junto a Samantha en el salón de ceremonias y lanzar al aire nuestras pelucas mientras una multitud de mujeres y hombres gritan su aprobación. Se supone que debemos, como hace Dana en “The L World” recogernos y levantarnos desde nuestra autocompasión y parecer estilosas en las calles con nuestros sombreros de colores. Si morimos después, como le ocurre a Dana, se supone que debemos saber que nuestras amistades participarán en una carrera solidaria y se tomarán un minuto para recordar que una vez vivimos, antes de pasar al siguiente episodio. 

Se supone que debemos ser identificables como pacientes mientras recorremos hospitales y recibimos el tratamiento y que nuestro yo enfermo, real, pase desapercibido mientras vamos altrabajo o cuidamos de otros. Nuestros yo real debe vestirse con el falso heroísmo de la enfermedad: cada paciente es una superviviente celebrity, sonriendo antes de la cirugía y sonriendo después, también. Debemos de ser mujeres (o chicas o señoras o lo que sea) batalladoras, sexys, agudas. Del mismo modo, como las sugieren las camisetas de Amazon, siempre debemos ser capaces de decirle al cáncer “¡te has equivocado de zorra!” En mi caso, de alguna forma, el cáncer se equivocó con la zorra adecuada.

Durante el tratamiento debes tener deseo de vivir pero también es necesario que creas que eres una persona que vale la pena mantener con vida. El cáncer precisa de una medicina dolorosa, cara, peligrosa para el medio ambiente, extractiva. Mi deseo de sobrevivir significa que no puedo dedicarme a desentrañar la ética de la supervivencia. Muchos de los medicamentos quimioterápicos que utilizo, como la ciclofosfamida, pasan de la orina a las aguas residuales y se pueden encontrar trazas de los mismos en el agua corriente hasta unos 800 días después. Otro, el carboplatino, se acumula y permanece en el medio acuático, aunque nadie sabe todavía qué daño hace. El tejo del Himalaya, el árbol del que deriva uno de mis medicamentos, está en peligro de extinción desde 2011.

En 2017 se emplearon 130 billones de dólares en medicamentos contra el cáncer globalmente, una cantidad mayor que el PIB de más de 100 países. El coste de una sola perfusión de quimioterapia era mayor que el dinero que yo había ganado en cualquier año de mi vida. Mi problema es que quiero vivir una vida valorada en millones de dólares pero no sé si merezco la extravagancia de esta existencia. ¿Cuántos libros tendré que escribir para devolverle al mundo mi aún-existencia?

Cuando estaba recuperándome de uno de mis tratamientos, le pedí a una amiga que contara mis heridas. Me dijo “no me gusta esto” y parecía que se iba a poner a llorar como si esto fuera el tipo de momento que después se convertiría en literatura, y discutí con ella. “Es mi cuerpo” y “quiero saber qué le ha pasado”. Me puse frente a un espejo con mi vendaje de compresión enrollado más abajo de la cintura. Miramos lo que podíamos ver, ella con horror, yo con una insistencia dura, curiosa. No podíamos averiguar qué eran agujeros y qué no eran, qué significaban los moratones, los sangrados, las abrasiones. Los dolores de mi cuerpo no eran instrucciones precisas para el futuro ni relatos fiables del pasado. Toda la mitad superior dolía: cuello brazos axilas abdomen espalda ojos garganta cara hombro cabeza. Había un punto, en el lado de lo que iba a ser mi nueva mama izquierda, que dolía como algo urgente. Había otro punto, en el lado de lo que iba a ser mi nueva mama derecha, que dolía como algo menos urgente.

En una nota sobre los posibles títulos para el libro que se convertiría en “La enfermedad y sus metáforas”, Susan Sontag escribió: “Pensar solo en uno mismo es pensar en la muerte”. Ser un escritor me hace una esclava de los detalles de cada sensación, página tras página. Estoy segura de que mi enfermedad haría una historia mejor si fuera sobre otra persona. ¿Quién querría oír el martillo quejarse de su encuentro con el clavo? Los ligeramente enfermos pero no diagnosticados son mejores narradores que los verdaderamente enfermos. Su sufrimiento no es tan sobredeterminado. Pueden ser generosamente autoreferenciales, poéticos con el glamour de la proximidad de la persona enferma al final.

Escribir sobre una misma puede ser escribir sobre la muerte, pero escribir sobre la muerte es escribir para todos. Como escribió Audre Lorde en “The Cancer Journals” tras ser diagnosticada de cáncer de mama a la edad de 44 años, “llevo tatuada en mi corazón una lista de nombres de mujeres que no sobrevivieron y siempre queda sitio para uno más, el mío”.

Tras mi mastectomía bilateral me desahucian de la sala de recuperación. La enfermera me despierta de la anestesia e intenta rellenar un cuestionario de alta mientras yo le discuto que no me encuentro nada bien. Le digo que mi dolor no está controlado, que aún no he ido al baño, que no me han dado instrucciones suficientes, que no me puedo poner en pie. La enfermera hace que me vaya. Y me voy.

No puedes conducir hasta casa, por supuesto, cuando estás gritando de dolor, incapaz de usar tus brazos, con cuatro bolsas de drenaje colgando de tu cuerpo, delirante por la anestesia y apenas capaz de andar. Se supone que no puedes quedarte sola en casa, tampoco. Pero nadie pregunta realmente cómo te las apañas una vez que te fuerzan a irte de la clínica quirúrgica ––quién, si es que hay alguien, te va a cuidar.

Diez días después de la cirugía tengo que regresar al trabajo. He estado dando clases durante los meses de la quimioterapia pero, a pesar de eso, he agotado los días de baja médica. Me llevan en coche mis amigos, muchos de los cuáles han tenido que hacer grandes sacrificios para ayudarme. Algunos me han dado dinero, otros me han ayudado con los drenajes, otros mandan grabaciones de selecciones de canciones o palomitas de cannabis. Mis amigos me llevan los libros a la clase porque no puedo usar mis brazos. Confusa por el dolor, doy una clase de tres horas sobre el poema de Walt Whitman “Los dormidos” ––“vagabundeando confuso, perdido para mí mismo, desordenado, contradictorio”–– con las bolsas de los drenajes pegadas a mi muy comprimido tórax. Mis estudiantes no tienen ni idea de lo que me han hecho ni de cuánto ,e duele. 

Siempre he querido escribir el libro más bello contra la belleza. Lo llamaría “Ciclofosfamida, doxorrubicina, paclitaxel, docetaxel, carboplatino, esteroides, anti-inflamarios, antipsicóticos antinauseas, antidepresivos, sedantes, lavados con salino, antiácidos, gotas para los ojos, gotas para los oídos, cremas para el acorchamiento, toallitas de alcohol, anticoagulantes, antihistamínicos, antibióticos, antifúngicos, antibacterianos, somníferos, D3, B12, B6, canutos, aceites y comestibles, hidrocodona, oxicodona, fentanilo, morfina, lápices de cejas, cremas faciales”.

Entonces me llama la cirujana para decirme que, hasta donde puede saberse, los medicamentos han funcionado y el cáncer ha desaparecido. La cirugía realizada tras seis meses de quimioterapia revela una “respuesta patológica completa”, el resultado que yo había estado esperando, el que me da las máximas oportunidades de que, cuando me muera, no sea de esto.

Con esas noticias soy como un bebé recién nacido en las manos de un cuerpo hecho sólo de la gran deuda de amor e ira y, si vivo otros cuarenta y un años para vengarme de lo que me ha pasado, no será suficiente.

Siempre he odiado cada matiz de lo heroico pero eso no quiere decir que nunca haya tenido esa mirada. Los problemas comunes pasan a través del tamiz de las formas que tenemos para describirlos y, antes de que sepas, el sufrimiento amplio y compartido de este mundo se estrecha y difumina, tan suave como la seda y con un aspecto tan particular como las palabras que necesitas para contarlo.

El sufrimiento intensamente sentido se asigna a determinados tipos de personas ––unos seres de clase alta, débiles, elegantes, lánguidos y pálidos. Si no me conocierais podríais pensar también que mi enfermedad fue tan preciosa que consistió simplemente en un sufrimiento en interés de la semiótica. Pero yo era una madre soltera sin ahorros y sin una pareja que pudiera cuidar de mí, que tuvo que trabajar durante todo el tratamiento en un empleo en el que se me aconsejó que nunca dejara caer que estaba enferma. En otras palabras, mi cáncer, como el de casi todo el mundo, era normal, como era, aparte de dedicarme a escribir, mi vida.

Mi cáncer no fue simplemente una serie de sensaciones o lecciones de interpretación o un problema sobre el arte, aunque era todas esas cosas. Mi cáncer era un miedo atroz de que me iba a morir y dejar a mi hija sin recursos en un mundo difícil, un miedo, también, de haber dedicado mi vida a escribir y haber sacrificado todo lo que tenía sin que hubiera llegado la recompensa. Era el terror de que todo lo que había escrito quedaría en la minería de datos de Google, nunca leído hasta que incluso los servidores de Google se convirtieran en polvo y, en ese tiempo, yo me convirtiera esa cosa muda, una persona muerta, dejando demasiado pronto a todos y todo lo que amaba tanto.

Le digo a mi hija que mi test genético BRCA ha dado negativo. Le digo que, sin causa hormonal y sin tendencia genética y sin factores obvios de mi estilo de vida, el cáncer que he tenido probablemente se debe a la radiación o a carcinógenos aleatorios, que no se tiene que preocupar porque no está predispuesta ni tiene una maldición genética. “Te olvidas”, me dice, “que yo aún llevo el tipo de vida en el mundo que te ha puesto enferma”.

A pesar de meter en hielo mis manos y mis pies durante la quimioterapia, mis uñas de las manos y de los pies se me han levantado. Las uñas desprendidas de los dedos duelen tanto como las uñas desprendidas de los dedos deben hacerlo. Me vendo las uñas pintadas. He perdido amigos, amantes, memoria, pestañas y dinero, así que estoy absolutamente determinada a no perder nada más a lo que esté unida. Mis uñas se caen a pesar de mi oposición a su caída.

Mis nervios empiezan a morir, desintegrándose en una sensación quemante desde sus finales en mis dedos de las manos, de los pies, de mis genitales. Mis dedos se han convertido en los solipsistas más desagradables: insensibles al mundo, enfurecidos en su interior. Las enfermeras me dan una carpeta brillante con una foto de una mujer de pelo plateado en su portada. El título es “Tu Viaje Oncológico” y dentro me cuentan que la solución a mi situación, la neuropatía es pedirles a otros que abrochen mi camisa, pero no dicen a quién. Me he vuelto torpe también por la alteración de la propicocepción. Ya no puedo confiar en que mis pies me digan donde estoy de pie.

En resumen, mi cuerpo se ha vuelto inaguantable, como hacemos muchos. Pienso en el hombre flotante del filósofo medieval Avicena que, sin ninguna otra sensación, aún sabe, como prueba de su alma, que él existe. No estoy seguro de creerle. Una respuesta mejor se encuentra en el argumento del poeta romano Lucrecio, en su poema épico De Rerum Natura, respecto a que podemos morir centímetro a centímetro. Cada célula es un reino tanto de sustancia como de espíritu y cada reino puede ser derrotado. Nuestra fuerza vital, como nuestros cuerpos, nunca parece apartarse de nosotros de golpe. Cualquiera que haya estado a un paso de la muerte puede atestiguar esto. Lo que llamamos nuestra alma puede morir en pequeñas cantidades de igual forma que nuestros cuerpos pueden ser usados, amputados y envenenados fragmento a fragmento.

Mientras estoy enferma, durante mucho tiempo, me encuentro como si estuviera probablemente muerta, rondando cualquier territorio medianamente familiar de la Tierra, una viajera a la vida después de la muerte que, por algún motivo, se me permite creer que es real. Si aún estuviera viva, pienso, hubiera visitado al menos California. Leo más adelante que el sentimiento de estar casi muerta puede estar causado por distintos tipos de daño cerebral, como de la clase que he expuesto de la quimioterapia. Soy un fantasma, pero mi pérdida de mí misma no es ni siqueira metafísica ––es mecánica. Aún así, la explicación racional de por qué me encuentro muerta la mitad del tiempo hace poco por el horror irracional de existir como si no lo hiciera. Aquí estamos, aquí estoy, sola y mi propio yo la mitad desaparecido, la mitad de nosotros extraviada.

Sé que todo ha sido confuso, o al menos así era para mí. Pero es la misma confusión que cuando estoy segura de que cada persona que ha vivido alguna vez sabe exactamente lo que quiero decir cuando describo sentirme como una serpiente en un sendero al sol que se revela, cuando la miramos de cerca, solo como la piel abandonada de una serpiente.

Ver una serpiente es también pensar cómo una serpiente se deshace de su piel, la forma que tiene de restregarse contra algo duro de forma que la piel empiece a aflojarse y también la forma que tiene la serpiente de generar suficiente piel nueva de forma que la anterior pueda ser abandonada. Ver una serpiente es pensar en la forma en que los ojos de la serpiente miran alrededor y por un momento pueden no ser capaces de ver porque ahí está, haciéndose con su nueva piel, despojándose de la vieja, perdida en el proceso de convertirse en otra cosa.


2 comentarios:

  1. Todavía no puedo creer que no sé por dónde empezar, me llamo Juan, tengo 36 años, me diagnosticaron herpes genital, perdí toda esperanza en la vida, pero como cualquier otro seguí buscando un cura incluso en Internet y ahí es donde conocí al Dr. Ogala. No podía creerlo al principio, pero también mi conmoción después de la administración de sus medicamentos a base de hierbas. Estoy tan feliz de decir que ahora estoy curado. Necesito compartir este milagro. experiencia, así que les digo a todos los demás con enfermedades de herpes genital, por favor, para una vida mejor y un mejor medio ambiente, por favor comuníquese con el Dr. ogala por correo electrónico: ogalasolutiontemple@gmail.com también puede llamar o WhatsApp +2348052394128

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