lunes, 15 de junio de 2020

¡PECHOS FUERA!: Pezón o barbarie.



¡PECHOS FUERA! es un libro. Un libro de Patricia Luján que me acabo de leer.


Es uno de los libros que me compré justo antes del confinamiento. He de reconocer que iba a la librería a por otro libro y, como tantas veces, salí con un invitado inesperado, puede que alguno más: sí, alguno más, seguro.


Me llamó la atención la portada (esa teta «censurada» por la «faja»: nunca la “faja» del libro me había parecido tan literal y tan poco literaria), por el formato (en una breve ojeada llamaba  la atención el grafismo del interior, la tipografía, la construcción del libro, el diseño, vaya) y la —probable: un libro solo es una promesa— intención. Tenía que ser un libro feminista: estaba en el estante adecuado, junto a otros de autoras que ya conocía y que he disfrutado leyendo. Era un libro feminista. Lo compré, como siempre, porque no podía evitarlo, porque no podíamos evitarnos.


¡PECHOS FUERA! podría haberse llamado «Patriarcado, capitalismo y pezones» o «#Freethenipple & everything else» o «Mark Z, saca tus sucios ojos algorítmicos de nuestras tetas»  pero, como veis, la autora titula mucho mejor que yo. La autora (dice Internet) escribió eso de «La República Independiente de Tu Casa». No digo más.


No voy a hacer mansplaining ni manspoiler. Lo voy a recomendar, así, simplemente y desde este recóndito blog de la ultraweb más oculta.


Porque habla de cosas que nos incumben. Personalmente


Porque es vehemente y, en ocasiones, hay que serlo. El tema (las mujeres, si entendemos bien la sinécdoque) lo merece.


Porque es un manifiesto y hay que oírlo. 


Porque utiliza eslóganes, hasthags (muchos) y hasta clichés feministas (una ideología, una política, un movimiento es, por definición, un lugar común) que hay que oír aún, me temo, durante mucho tiempo. 


Porque es un libro urgente sobre la urgencia de liberarse de ciertas miradas. Porque la libertad es, siempre, urgente. 


Porque lo de los pezones no tiene ni pies ni cabeza. Y perdón por el chiste malo.


Porque es un libro sobre la estrechez de la censura, de la autocensura. Y porque un@ se ahoga con tantas estrecheces y la cosa no está para dejar de respirar.


Porque incluye muchas miradas, algunas elegantes, sofisticadas, inteligentes, delicadas, otras directas, sencillas, dolidas, pero todas necesarias.


Porque dice [SPOILER] «Hay mujeres que se reconstruyen. Hay mujeres que no. Tus pechos. Tu cuerpo. Lo que tú decidas». Y lo dice EN MAYÚSCULAS.


Porque la autora, Patricia Luján (que viene de muchas partes y, entre otras, del mundo de la publicidad, ya sabéis «La República, etc») sabe que la publicidad crea culura y Zeitgeist y esas cosas que también llamamos «sentido común» y que tenemos ya que ir cambiando. Nos va la vida en ello.


Porque va a haber que ir incorporando la perspectiva, las políticas de género, a muchos más ámbitos (y sí, a Instagram, también).


Porque está bien escrito. Es fluido, entretenido, no da por supuesto que tenemos que conocer las diferencias entre la «tercera» y la «cuarta» ola del feminismo. Te escribe a la cara, de tú a tú.


Porque, combinado con la visión de la serie Mrs America —lo que he hecho— te hace ver, te hace saber que ha habido y hay muchos colonialismos. Y uno, uno muy relevante, es el colonialismo impuesto sobre los cuerpos y, especialmente, sobre los cuerpos de las mujeres.


Porque dice «el cáncer de mama no es de color de rosa» y eso hay que decirlo más y más veces.


Porque sabe que esto va de patriarcado, de capitalismo y de colonización y censura y nosotr@s, a estas alturas, deberíamos ir pensando cómo cambiamos las cosas. Porque hay que cambiar las cosas.


Por la faja, insisto. Y por la foto que pide el libro.


No digo más. Vosotras diréis 


https://instagram.com/nipplemagazine?igshid=1xyfdc8n1u5av









miércoles, 6 de mayo de 2020

The Undying. Anne Boyer







Anne Boyer es una poeta estadounidense recientemente galardonada con el premio Pulitzer por «The Undying» («Las inmortales» o «Las que no mueren», quizá, mejor) un libro de «no-ficción», como se dice ahora, un ensayo. 

Hace un tiempo, hace unos posts, publiqué aquí una traducción personal y deficiente de un artículo escrito por ella en The New Yorker donde relataba algunos aspectos del proceso de diagnóstico y tratamiento de su cáncer de mama. Su capacidad para presentar una narrativa potente y distinta, teniendo en cuenta los numerosos testimonios personales escritos por mujeres que han sufrido y sufren esta enfermedad, me llamó (mucho, poderosamente) la atención. De ahí el atrevimiento de la traducción y de compartirlo, en su día. Ese artículo de Boyer se transformó en (o formaba parte de, desde el principio) un libro de publicación reciente, éste por el que ha sido premiada ahora. Un libro ambicioso en la forma y en el fondo, en el tono, en el tratamiento del tema. Incluso en el título. El artículo del New Yorker me gustó tanto que pronto indagué por Internet sobre su autora (aquí una conversación/entrevista estupenda) y muy poco más tarde adquirí su anterior libro, «A Handbook of Disappointed Fate», algo así como «Manual Para Un Destino Decepcionante», una colección de pequeños ensayos sobre poesía, amor, muerte, ovejas, etc, tal como bien reseña esta ídem. Aún lo estoy leyendo y disfrutando, poco a poco. No es sencillo.

Poco después del artículo de The New Yorker publicó este otro ensayo al que me refiero ahora, «The Undying», que engrosa mi limitada y aleatoria y desordenada y dejada y perdida colección de libros de autoras que cuentan su experiencia personal de un cáncer de mama. Los libros de las que lo cuentan. Incluso, en una reunión médica (congreso/jornada/simposio) sobre cáncer de mama, me atreví a exponer un póster sobre este tipo de literatura que acompañé de una especie de perchero-de-Ikea / árbol de libros que provocó cierto revuelo (y algún buen contacto).  En los congresos hay mucho ruido, demasiadas conversaciones simultáneas e intereses diversos y, muchas veces contrapuestos: no es fácil llamar la atención. Entre aquellos libros colgados de cuerdas finísimas no estaba «The Undying» porque se publicó más tarde y, además, lo «tengo» en el Kindle, en formato electrónico (lo que facilita bastante su lectura, con el diccionario electrónico tan a mano, pero limita las posibilidades de colgarlo de un perchero). 

Este libro no estaba allí, pero debía haber estado. En lugar destacado.

Aquí os dejo la traducción (personal y seguramente inadecuada) de su prólogo, por si os resulta atractivo el planteamiento y os animáis a comprarlo o a leerlo de algún modo (legal). Vale la pena. Palabra de coleccionista de desastres. Desastres de los que intento aprender (a acercarme sin hacer demasiado daño, al menos).



The  Undying: Pain, Vulnerability, Mortality, Medicine, Art, Time, Dreams, Data, Exhaustion, Cancer and Care

L@s que no mueren: Dolor, vulnerabilidad, mortalidad, medicina, arte, tiempo, sueños, datos, agotamiento, cáncer y cuidados.
Anne Boyer


PRÓLOGO.

En 1972, Susan Sontag estaba planeando un trabajo que se iba a llamar «De las Mujeres en la Muerte» [On Women Dying] o «Cómo mueren las mujeres». En su diario, bajo el epígrafe «materiales», escribió el nombre de once muertes, incluyendo la muerte de Virginia Woolf, la muerte de Marie Curie, la muerte de Juana de Arco, la muerte de Rosa de Luxemburgo y la muerte de Alice James. Alice James murió de cáncer de mama en 1892 cuando tenía cuarenta y dos años. En su propio diario James describe su tumor de mama como «esta impía sustancia granítica en mi mama». Sontag cita esto más adelante en «La Enfermedad y Sus Metáforas», el libro que escribió tras sufrir el tratamiento de su propio cáncer de mama, diagnosticado en 1974 cuando tenía cuarenta y un años.
«La Enfermedad y sus Metáforas» trata sobre el cáncer como algo no personal. Sontag no escribe «Yo» y «Cáncer» en la misma frase. Rachel Carson fue diagnosticada de cáncer de mama en 1960, cuando tenía cuarenta y tres años, mientras escribía «La Primavera Silenciosa» [Silent Spring], un libro entre los más importantes en la historia cultural del cáncer. Carson no habló públicamente del cáncer del que murió en 1964. Las frases del diario de Sontag durante su tratamiento del cáncer destacan por lo escasas y por lo poco que dicen. Lo poco que dicen ilustra el coste del cáncer de mama en el pensamiento, principalmente como resultado de la quimioterapia, que puede tener efectos cognitivos severos y duraderos. En febrero de 1976, mientras estaba recibiendo tratamiento quimioterápico, Sontag escribió «necesito un gimnasio mental». La siguiente entrada en su diario fue meses más tarde, en Junio de 1976: «cuando pueda escribir cartas, entonces…»
En la novela de Jaquelline Susann de 1966 «El Valle de las Muñecas» [Valley of the Dolls] un personaje llamado Jennifer, con miedo de sufrir una mastectomía, muere por una sobredosis intencionada tras su diagnóstico de cáncer de mama. «Toda mi vida», dice Jennifer, «la palabra cáncer significó muerte, terror, algo tan horrible que me aplastaba. Ahora lo tengo. Y lo curioso es que no estoy para nada asustada por el cáncer por sí mismo —incluso si acaba siendo una sentencia de muerte. Es lo que [el cáncer] va a hacer con mi vida.» La escritora feminista Charlotte Perkins Gilman, diagnosticada de cáncer de mama en 1932, se suicidó también: «He preferido el cloroformo al cáncer». Jaqueline Susann, diagnosticada cuando tenía cuarenta y cuatro años, murió de cáncer en 1974, el año en el que diagnosticaron a Sontag.
En 1978, la poeta Audre Lorde fue también diagnosticada de cáncer de mama a la edad de cuarenta y cuatro años. A diferencia de Sontag, Lorde usa las palabras «Yo» y «Cáncer» juntas y lo hace de manera notoria en «Los Diarios del Cáncer» [The Cancer Journals], que incluyen un relato sobre su diagnóstico y tratamiento y una llamada a las armas: «No quiero que esto sea únicamente el registro de un sufrimiento. No quiero que esto sea un simple recuento de lágrimas.» Para Lorde la crisis del cáncer de mama significó «la esmerada evaluación de un guerrero sobre una nueva arma». Lorde murió de cáncer de mama en 1992. Como Lorde, la novelista británica Fanny Burney, que se notó un cáncer de mama en 1810, escribió un relato en primera persona de su mastectomía. Su mama se extirpó sin anestesia. Ella fue consciente de lo que duró la intervención:

… ¡no solo durante unos días, no sólo durante unas semanas, sino durante varios meses no pude hablar de esta terrible experiencia sin prácticamente sentirla de nuevo! ¡No podía recordarla sin castigarme! Estaba enferma, alterada por una sola cuestión —incluso ahora, 9 meses después, ¡me duele la cabeza por seguir dando cuenta de ello! de este penoso relato…

«Escribe con aforismos», apunta Sontag en su diario cuando reflexiona sobre cómo escribir sobre el cáncer en su «La Enfermedad y Sus Metáforas». El cáncer de mama se lleva mal con el «Yo» que podría «hablar de esta situación terrible» y escribir «este penoso relato». Este «yo» es aniquilado con frecuencia por el cáncer, pero muchas veces lo es de forma preventiva por la persona que lo representa, tanto por suicidio como por una testarudez de la autora que no se permite que «Yo» y «cáncer» vayan juntos en una sola unidad del pensamiento:

«[Editado] fue diagnosticada de cáncer de mama en 2014, con cuarenta y un años»
o
«Yo fui diagnosticada de [editado] en 2014, cuando tenía cuarenta y un años»

La novelista Kathy Acker fue diagnosticada de cáncer de mama en 1996, cuando tenía cuarenta y nueve años. «Voy a contar esta historia tal como la conozco»: así empieza «El Don de la Enfermedad», un relato directo que escribió sobre el cáncer en The Guardian: «Aún ahora me resulta raro. No tengo ni idea de por qué lo cuento. Nunca he sido sensiblera. Probablemente sólo para decir que ocurrió». Acker no sabe por qué cuenta la historia y aún así lo hace: «En Abril del año pasado fui diagnosticada de cáncer de mama». Acker murió en 1997 a los dieciocho meses de ser diagnosticada.

Aunque el cáncer de mama puede ocurrir a cualquiera que tenga tejido mamario, las mujeres se llevan la parte más importante de este desastre. Este desastre se manifiesta en las mujeres  a través de una muerte prematura, una muerte dolorosa, un tratamiento invalidante, unos efectos secundarios tardíos de los tratamientos también invalidantes, la pérdida de la pareja, de los ingresos, de la capacidad, pero este desastre también llega por la ciénaga social que supone la enfermedad —su política de clase, su discriminación de género y la inequitativa distribución racial de su mortalidad, su programa repetitivo de instrucciones confusas y mistificaciones abusivas.

Si pocas enfermedades tienen efectos tan devastadores para las mujeres como el cáncer de mama, aún son menos importantes en cuanto a la angustia que genera. Esta angustia no solo resulta de la enfermedad en sí misma sino de lo que se escribe sobre ella, o de cómo se escribe. El cáncer de mama es una enfermedad que se presenta como una confusa cuestión de forma. La reacción a esa cuestión de forma implica la existencia de distintos discursos en competición (y sus interpretaciones y correcciones). Para Lorde, una poeta feminista lesbiana y negra, el discurso sobre el cáncer y el silencio alrededor de la enfermedad es una invitación a la política: «Mi trabajo es habitar los silencios con los que he vivido y rellenarlos de mí misma hasta que tengan el sonido del día más brillante y del trueno más fuerte.» Para Sontag, una crítico cultural blanca de clase social alta, el discurso es personal. Como escribió en una nota sobre los posibles títulos de lo que luego fue «La Enfermedad y Sus Metáforas»: «Pensar sólo en una misma es pensar en la muerte.»

Un cuarto título que Sontag propuso para aquel texto nunca escrito fue «Mujeres y Muerte.» Ella afirma «Las mujeres no mueren para las demás. No hay una muerte ‘sororal’» Pero creo que Sontag estaba equivocada. Una muerte «sororal» [hermanada] no sería una muerte de mujeres para las mujeres: es la muerte en un paralelo alienado. La muerte sororal sería la muerte de las mujeres por ser mujeres. La pensadora queer Eve Kosofsky Sedgwick, diagnosticada de cáncer de mama en 1991, cuando tenía cuarenta y un años, escribió sobre la alarmante y a veces brutal imposición de la cultura de género en el cáncer de mama. Sedgwick, al ser diagnosticada, escribió que pensó «Mierda, ahora supongo que realmente debo de ser una mujer». Tal como S. Lochlann Jain escribe en un capítulo llamado «Marimacho Canceroso» en el libro «Maligno», «un pequeño y encantador diagnóstico te amenaza con succionarte hacia la muerte arquetípica regalada por el cuerpo femenino.» Sedgwick murió de cáncer de mama en 2009.

Puede que las mujeres, tal como Sontag afirmaba, no mueran por las demás, pero sus muertes por cáncer de mama no suceden sin sacrificio. Por lo menos, en la era de la «concienciación» —esa lucrativa alternativa a la «cura», envuelta en lazos rosas— lo que se nos pide que demos al bien común no es tanto nuestra vida sino la historia de nuestra vida. El silencio sobre el cáncer de mama del que Lorde escribió una vez se ha transformado en el ruido ensordecedor de una enorme producción de palabras sobre el cáncer de mama. En nuestra época, el desafío no es tanto hablar en medio del silencio, sino aprender a resistir a ese ruido tantas veces destructivo. La reticencia de Sontag y Carson a ligarse a la enfermedad ha sido reemplazada en la actualidad por la obligación de las mujeres que la sufren a hacerlo.

Aunque podría declarar, como hizo Acker, que no quiero ponerme sentimental, esta frase une a mi propio ser con el cáncer de mama en, si no en una historia sentimental, al menos en una ideológica.

«Yo fui diagnosticada de un cáncer de mama en 2014, cuando tenía cuarenta y un años de edad».

El problema formal del cáncer, por tanto, es también político. Una historia ideológica es también un relato que no sé por qué debería contar pero que, aún así, lo hago. Esa frase con su «Yo» y su «cáncer de mama» supone una «concienciación» que se transforma en una peligrosa ubicuidad. Como Jain lo describía, el silencio no es ya más el mayor obstáculo para encontrar la cura del cáncer de mama: «la universalización del cáncer resulta en un charco de desaparición.»

Sólo un tipo de personas que han sufrido un cáncer de mama son admitidas habitualmente en el paisaje rosado de la «concienciación»: aquéllas que han sobrevivido. Para esas triunfadoras va dirigida la narrativa complaciente. Contar la historia personal de un cáncer de mama supone contar la historia de una «superviviente» a través del auto-cuidado neoliberal, la narrativa del individuo atomizado que lo hizo bien, se auto-exploró y se mamografió, de la curación de la enfermedad gracias a la resiliencia, a las carreras de 5K, a los batidos verdes ecológicos y el pensamiento positivo. Como señala Ellen Leopold en su historia del cáncer de mama, “Un Lazo Más Oscuro” [A Darker Ribbon], el ascenso del neoliberalismo en los 90’ supone un cambio en las convenciones narrativas sobre el cáncer de mama: «el mundo exterior se asume tal como nos lo ofrecen, como un decorado sobre el que se representa nuestro drama personal.»

Escribir sólo sobre una misma no es escribir sólo sobre la muerte sino, desde esta situación, escribir más específicamente sobre un tipo de muerte o un estado parecido a la muerte en el que ninguna política, ninguna acción colectiva, ninguna historia más amplia puede tener cabida. La etiología industrial del cáncer de mama, la historia y la práctica misógina y racista de la Medicina, la increíble maquinaria capitalista del beneficio y la inequitativa distribución por clase social del sufrimiento y la muerte por cáncer de mama están ausentes de la  forma literaria habitual y actual del cáncer de mama. Escribir sólo sobre una misma puede que sea escribir sobre la muerte, pero escribir sobre la muerte es escribir sobre cualquiera. Como escribió Lorde, «llevo tatuada sobre mi corazón una lista con los nombres de las mujeres que no sobrevivieron y siempre hay espacio para uno más: el mío.»

En 1974, el día en que fue diagnosticada de un cáncer de mama, Sontag escribió en su diario: «Mi forma de pensar hasta ahora ha sido demasiado abstracta y demasiado concreta. Demasiado abstracta: la muerte. Demasiado concreta: yo.» Ella asume, a partir de ese momento, lo que llama un término medio: «tanto abstracto como concreto.» El término —entre una misma y su muerte, lo abstracto y lo concreto— es «mujer». «Y de esta forma», añade Sontag, «todo un nuevo universo de muerte amaneció ante mis ojos.»

lunes, 9 de marzo de 2020

Riesgo (y altura)

Resultado de imagen de riesgo




Riesgo, por todas partes.

Probabilidades de obtener un resultado no deseado: Riesgo.

Riesgos medidos en medio de la Epidemia: riesgo de contagio, letalidad (riesgo de morir tras el contagio), números y áreas bajo la curva. El riesgo de arriesgarse: cuánto, cuándo, cómo.

Y está esa señal: "peligro indefinido": siempre me gustó esa expresión. Ahora se llama de "otros peligros", mucho menos sugerente, creo, porque ¿qué hace uno con un peligro "indefinido"?  Y porque, también, cuando un peligro se define es, en cierto modo, menos peligro. Al monstruo se le teme más cuanto menos se le ve. Ridley Scott lo sabe.

C está acabando su Trabajo Fin de Grado (TFG) en mitad de una epidemia. Algo parecido a resolver un crucigrama en la cubierta de un barco en medio de una tormenta en mar abierto. C es estudiante de Medicina. Es inteligente, atenta, cuidadosa, estudiosa. Su TFG --en un resumen algo apresurado y superficial-- consiste en comparar el riesgo que las mujeres con familiares que han sufrido un cáncer de mama que acuden a una consulta por ese motivo creen que tienen (el riesgo que se atribuyen a sí mismas de contraer un cáncer de mama en los próximos 10 años y a lo largo de su vida) con el que realmente tienen (el atribuido por un algoritmo muy sofisticado que contempla los factores de riesgo más relacionados con desarrollar un cáncer de mama).

El resultado no sorprende: las mayoría de las mujeres que vienen a nuestra consulta "de riesgo" sobreestiman su riesgo. Sobre la magnitud de esta sobreestimación no haré spoiler: habrá que esperar a la defensa del TFG. Tampoco es, quizá, lo más importante.

Lo más importante es que C parece haber aprendido algo. Algo más. Algo que no tiene que ver con la apoptosis (muerte celular programada), las dianas terapeuticas, la cirugía reductora de riesgo o la quimioprofilaxis del cáncer de mama. A C le sorprende lo mal que nos manejamos (todos) con los números: los números que cuantifican el riesgo. Le llama la atención que no es fácil comunicar, ni entender, ni tomar decisiones (buenas decisiones) en función de los riesgos calculados. Los cálculos son, en cualquier caso y además, sólo una forma de encuadrar la incertidumbre. Y a la incertidumbre no se la atrapa entre vallas. No cuadra.

C duda. Es inteligente, atenta, cuidadosa, etc., ya lo saben.

Pero, más adelante, C tiene que defender el TFG. C obtendrá, probablemente, una buena calificación. O tal vez no: el tema es algo raro para exponerlo delante de un tribunal académico y a la Academia no le gustan demasiado las dudas. Ese es el riesgo de C. Y no es cuantificable.

Por el camino C ha hecho 90 entrevistas a 90 mujeres (no "pacientes": son mujeres sanas, vienen a la consulta para obtener nuestro mejor consejo sobre medidas de prevención en función de su riesgo). C ha aprendido a hablar con calma, a explicarse y, sobre todo, a escuchar a estas mujeres: ha oído sus historias sobre lo que sucedió en esas familias, la tragedia de ver a tu madre, tu hermana, enfermas, la quimioterapia, las recaídas, las historias de otras mujeres, algunas que ya no están, contadas por otras mujeres. La Realidad, o algo muy parecido (lo vivido), vs el riesgo (lo por vivir).

Escribiendo, buscando bibliografía, decidiendo si es mejor un punto y seguido o abrir un párrafo nuevo, C va averiguando (en presente continuo y para siempre continuo) que la incertidumbre está en el núcleo de la asistencia médica, que las necesidades sentidas o expresadas no coinciden demasiado con lo conveniente, que la p (la probabilidad de que las diferencias encontradas no se deban al azar) no señala, tantas veces, el camino correcto. C ha aprendido a hacerse (más) preguntas: si el grado de alfabetización no se relaciona con la inexactitud en la percepción del riesgo ¿cómo podemos explicarlo? ¿cómo podemos explicarnos? ¿vale la pena estimarlo? ¿corremos riesgos cuando cuantificamos riesgos?

C ha aprendido (imagino) que el miedo no se puede cuantificar, racionalizar, juzgar.

Estos días C no viene al Hospital. Se lo han prohibido, académicamente. Hay un epidemia. Hay riesgo en el aire, en las gotitas que imperceptiblemente van desde una tos a la siguiente víctima. Las probabilidades y sus distancias. La distancia de rescate.

En una epidemia, la primera víctima (como en la guerra) es la verdad. Y la verdad es que la incertidumbre, el riesgo, no se puede eliminar: se administra. Se gestiona, si quieren.

C ya lo sabe.

Y, claro, luego está esa canción de Quique González.



jueves, 25 de julio de 2019

Lo que el cáncer te quita


Llevo tiempo sin escribir por aquí, pero no quería dejar pasar la oportunidad de utilizar este espacio para recomendar la lectura de “What Cancer Takes Away” de Anne Boyer, publicado en el número de Abril de 2019 de la revista The New Yorker. Me he tomado la libertad (y el tiempo) de traducirlo, con mis limitaciones y alguna licencia. Me disculpo por los posibles errores. El texto creo que vale la pena porque aunque es extenso, como suelen serlo los artículos de esa revista, los matices, la perspectiva, la sutileza y las ocasionales detonaciones de algo que se aproxima mucho a la verdad, compensan enormemente su lectura en estos tiempos de memes y memos. Aquí lo dejo, habla Anne Boyer:


Lo que el cáncer te quita.

Cuando enfermé advertí a mis amigos: no tratéis de impedir que piense en la muerte.
Anne Boyer. 15 de Abril, 2019. The NewYorker

Antes de enfermar estuve haciendo planes para un lugar público para el lamento, con la esperanza de instalar en las grandes ciudades un templo donde cualquiera que lo necesitara pudiera reunirse para llorar en buena compañía y con los recursos adecuados. Iba a ser una arquitectura muy exactamente imaginada sobre la tristeza: gárgolas hechas de sudores nocturnos, vidrieras fabricadas con los minutos más largos, vigas a base de no-puedo-pero-debo-continuar.

Cuando planificaba el templo, pensaba en la existencia de personas que odian a esos que llaman “llorones” y cómo responderían con ira a un lugar hecho de extraños desconsolados —un lugar que expusiera el sufrimiento como algo que compartimos. Sería algo formidable ofrecer a esos sufridores la comodidad de majestuosos canales de mármol donde colectivizar sus lágrimas. Pero nunca lo llevé a cabo.

Más tarde, cuando estuve enferma, me administraron un medicamento quimioterápico cuyo efecto secundario era el lagrimeo continuo, lágrimas goteando de mis ojos sin parar sin importar lo que yo sintiera o dónde estaba. Durante meses la tristeza de mi cuerpo ignoraba los intentos de mi mente de convencerme de que me estaba bien. Lloraba cada minuto, estuviera triste o no, convertida en un avergonzado monumento móvil de lágrimas. No necesitaba construir un templo para el llanto siendo ya uno. Pero siempre he odiado cuando alguien sufre solo.

La cirujana me dice que el mayor factor de riesgo para el cáncer de mama es tener mamas. No quiere darme los resultados de la biopsia si estoy sola. Mi amiga Cara, que trabaja con un sueldo por horas y no tiene permisos, se acerca en coche a la consulta en el extrarradio en su hora del almuerzo para que me puedan dar el diagnóstico. En los Estados Unidos, si no eres el hijo o el padre o la esposa de alguien, la ley no te garantiza que puedas dejar tu puesto de trabajo para cuidarle.

Cuando Cara y yo nos sentamos en la claridad del despacho esperando que la cirujana llegue, Cara me da una navajita que lleva en el bolso para que la pueda sujetar bajo la mesa. Tras estos preparativos teatrales, la cirujana me dice lo que ya sabemos todos: tengo al menos un tumor canceroso de 3,8 cm de diámetro en mi pecho izquierdo. Le devuelvo a Cara la navaja empapada en sudor. Regresa al trabajo.

Nadie sabe que tienes cáncer hasta que se lo dices. Hago una captura de pantalla de uno de los poemas de John Donne, la primera consagración, en la que se pregunta qué sentido tiene ser la Tierra, si la Tierra está sometida a terremotos y lo subo a Facebook: “Estudiamos la salud y deliberamos sobre nuestras comidas, nuestras bebidas, el aire, el ejercicio y tallamos, pulimos cada piedra con la que construimos ese edificio, de modo que nuestra salud resulta un trabajo continuo y  costoso, pero en un minuto un cañonazo lo arruina todo”. Obtiene un montón de likes. Luego sigo las demás instrucciones que leo en Internet: decírselo a mi madre, decírselo a mi hija adolescente, limpiar la cocina a fondo, negociar con mi jefe en el trabajo, encontrar a alguien que se haga cargo del gato, ir a la tienda de segunda mano a encontrar ropa que sea cómoda con el dispositivo para la administración de la quimioterapia, preocuparme por teléfono con mis amigos de que no tengo ––soy una madre soltera trabajadora–– nadie que me pueda cuidar. Como se ha decidido sin más ceremonial que los médicos me van a quitar ambas mamas y deshacerse de ellas en un incinerador, empiezo a practicar con la suposición de que mis pechos nunca han existido.

La sala de los enfermos de cáncer es una cruel democracia del aspecto: las mismas cabezas calvas, los mismos cuerpos devastados, las mismas caras hinchadas por los esteroides, los mismos dispositivos visibles como bultos bajo la piel. Los viejos parecen infantilizados, los jóvenes actúan como viejos y los de una edad media se dan cuenta que todo lo que constituye su edad media desaparece. Las fronteras de nuestro cuerpo se rompen. Todo lo que se supone que mantenemos dentro de nosotros parece derramarse por fuera. La sangre del sangrado nasal producido por la quimioterapia gotea sobre las hojas, los informes, los recibos de la farmacia, los libros de la biblioteca. Emitimos olores repugnantes. Vomitamos. Tenemos vaginas venenosas y esperma venenoso. Como nuestra orina está llena de toxinas, las señales en el baño instruyen a los pacientes a tirar dos veces de la cadena.

Diez días después del diagnóstico, me inyectarán doxorrubicina en mi cuerpo a través de un dispositivo que me han implantado quirúrgicamente en el pecho, conectado a la vena yugular. El nombre deriva de “rubí” porque es de un rojo brillante y voluptuoso. Una de las marcas del medicamento, la adriamicina, se llama así por el mar Adriático, cerca de donde fue descubierto. me gusta pensar en este veneno como el rubí del Adriático, un lugar donde no he estado nunca pero me encantaría ir, pero también lo llaman “el diablo rojo” y, a veces, “la muerte roja”.

Mientras me administran el medicamento, la enfermera de oncología se debe colocar un complicado vestido protector e inyectar lentamente la doxorrubicina por el dispositivo. El medicamento es tan potente que si se filtra al cuerpo hace que se mueran los tejidos. Los fluidos de mi cuerpo serán tóxicos para otras personas durante varios días después de que me hayan administrado el medicamento. La doxorrubicina es, en ocasiones, fatal para el corazón; una persona solo puede tolerar una cierta cantidad a lo largo se su vida y, cuando acabe el tratamiento, habré alcanzado la mitad de este límite.

Los científicos descubrieron este medicamento conocido como “el diablo rojo” cerca de Castel Del Monte, construido por el Emperador Romano Federico II en Italia a mitad del siglo XIII. El castillo no tiene foso ni puente levadizo por lo que no se supone que se usara como fortaleza. Fue construido en una rara forma octogonal y más tarde se convirtió en prisión y, después, en refugio durante la Peste. En el siglo XVII los Borbones se llevaron el mármol que lo recubría. Dos siglos más tarde los científicos recolectaron polvo del lugar. Se llevaron suelo a Milán y encontraron al Streptomyces peucetius, la bacteria rojo brillante del que se obtiene mi tratamiento. Entre otros de sus efectos, la doxorrubicina inhibe la enzima topoisomerasa II, frenando la proliferación de las células de proliferación rápida. Necesitamos muchas de estas células pero teóricamente otras no.

En los Estados Unidos, la doxorrubicina se aprobó para su uso general en 1974, un año después de mi nacimiento. Es probablemente el mismo tratamiento que Susan Sontag recibió antes de que escribiera “La enfermedad y sus metáforas”, uno de los primeros libros que alguien me ha enviado por mail ahora que me he puesto enferma. El tratamiento con doxorrubicina puede causar infecciones, leucemia, insuficiencia cardiaca y fallo de órganos y desde luego causará, al menos para mí, infertilidad. Porque la doxorrubicina es gereralista en cuanto a su capacidad de destrucción, también es peligrosa para el sistema nervioso central. El daño que causa se prolonga más allá del tratamiento y muchas veces se mantiene durante años. Mientras estoy sentada en el sillón de quimioterapia, mientras me administran un coctel de drogas, la materia blanca y gris de mi cerebro está siendo atacada. No hay una manera concreta de saber cómo esto me va a cambiar.

Los médicos no creyeron inicialmente a los pacientes que describieron los efectos cognitivos de la doxorrubicina, o minimizaron sus quejas incluyéndolas como parte de la depresión ligada al cáncer. Las RMNs de personas que han recibido esta quimioterapia para el cáncer de mama revelan daños en el córtex premotor y prefrontal. Los pacientes dicen que pierden su capacidad para leer, para recordar palabras, para hablar con fluidez, tomar decisiones, recordar. Algunos no pierden tan solo la memoria a corto plazo sino la ligada a episodios ––la memoria de su vida.

Me dieron doxorrubicina con ciclofosfamida, un medicamento aprobado para su uso en 1959, formando parte de una combinación habitual llamada quimioterapia AC con dosis densa. La ciclofosfamida es una forma mecicalizada de un arma química desarrollada por los científicos de Bayer son el nombre de “LOST” y prohibida en 1925. El gas mostaza, como también se conoce, siempre ha funcionado mejor como un incapacitante que como arma mortal, aunque puede también llegar a matar a una persona. Durante la guerra, LOST llenó las trincheras de humo amarillo brillante. Durante el cáncer viene en bolsas de plástico y nadie en la sala habla con franqueza de en qué consiste.

Aunque cuatro ciclos de dosis densa eliminaron efectivamente muchas partes de mí, ninguno de esos medicamentos pareció reducir significativamente mi tumor, Cuando habíamos terminado con toda esa aniquilación celular, mi propia auto-aniquilación era obvia, pero el tumor permanecía intacto. Se mantenía como la medida completa de una sombra contra la luz de la pantalla.

Con mi pelo ya desaparecido, incapaz de saborear la comida, con un desvanecimiento en IKEA mientras compraba un cuchillo de pan, una vez que todos mis ex-amantes me habían visitado para un último intento de llevarme a la cama, una vez que la generosa humillación de la caridad colectiva me había asegurado meses de productos ecológicos, me convertí en paciente. Nada de remedios anticuados. Cualquier horizonte estaba hecho de Medicina. Cualquier marcador de una identidad específica más allá de “los enfermos” y “los sanos” correspondía a otra era.

Cada película que veo ahora es una película sobre un montón de gente que parece no tener cáncer o, al menos, así me parece el argumento. Cualquier multitud que no esté en el hospital me parece curada por su aislamiento, todo el mundo me parece robusto y con pestañas y como si tuvieran ganas de cenar y planes sólidos para su jubilación. Estoy marcada por el cáncer y ya no puedo recordar apenas qué nos marca como lo que somos cuando no nos marca otra cosa. 

Aún así, sé que existía antes de enfermar. Conservo un diario, así que tengo pruebas. El primer día de 2014, el año en el que enfermaré, tengo 40 años, me gano la vida enseñando a estudiantes de arte y tengo una hija en octavo. Vivimos en un apartamento con dos dormitorios en las afueras de Kansas City, que me cuesta unos 850 dólares al mes. Según mis diarios, en los que apunto puntualmente cada detalle común y corriente, llevo puesto un suéter apolillado que me queda grande que le compré al Ejército de Salvación, y parezco tener un leve resfriado. Escribo sobre que me siento optimista por empezar el año nuevo con un virus. Es como si el año anterior hubiera sido eliminado por las llamas de la fiebre y el nuevo llegue a estrenar, porque cualquier enfermedad que no te mata te pone a cien y empiezas de nuevo, exactamente así. Estoy esperando la llegada de una cama con dosel de estilo Reina Ana que compré por 280 dólares en una tienda de segunda mano. Veintiséis semanas tras comprarla, la semana después de mi 41 cumpleaños, se convierte en mi cama de convalecencia.

Harriet Martineau, en su libro de 1844 “La Vida en el Cuarto del Enfermo” escribió. “Nada es más imposible de representar con palabras... que lo que es yacer en el límite de la vida y mirar, con nada más que hacer excepto pensar y aprender de lo que tenemos delante”. La madre de Virginia Woolf, Julia Stephen, también escribió un tratado sobre la habitación de los enfermos. En su trabajo de 1883 daba instrucciones a los cuidadores sobre que, aunque los pacientes en su lecho de enfermedad pueden tener “deseos” que “parecen y, frecuentemente son, absurdos”, estos son percepciones aumentadas de la realidad, un resultado de la mente “delicadamente organizada” de los muy enfermos, “cuyos sentidos han llegado a ser tan agudos a través del sufrimiento”.

Todo ese tiempo en la cama también puede atraer la práctica microscópica de la preocupación. En el lecho del enfermo, la enfermedad alumbra la precariedad, el egocentrismo, lo intrascendente. Me preocupo de mis finanzas personales, de la economía del hogar, del orden social. La madre de Virginia Woolf entendió estos agonistas de la enfermedad: “Entre el número de pequeños males que frecuentan la enfermedad, el mayor, por la penosidad que puede causar, aunque el más pequeño en tamaño, son las migas. Sabemos de del origen de la mayoría de las cosas, pero el origen de las migas en la cama nunca ha recibido la suficiente atención por el mundo científico”.

Estar enfermo deja demasiado espacio para pensar, y el excesivo pensar deja espacio para los pensamientos sobre la muerte. Pero yo estaba siempre hambrienta de experiencia, no por su ausencia y, si la experiencia del pensamiento era la única que mi cuerpo podría proporcionarme más allá de la del dolor, había que permitirse el pensamiento salvaje, morboso. Advertí a mis amistades con una serie de emails reenviados: No trates de impedir que piense en la muerte.

Cada semana anterior a comenzar la quimioterapia es como prepararse para una tormenta de invierno, o una tormenta de invierno con un invitado a casa, o una tormenta de invierno, un invitado a casa y el nacimiento de un hijo. El día antes de la quimioterapia un amigo viene de alguna parte en la que me encantaría estar ––California o Vermont o dos pueblos diferentes que se llaman Athens. Hago lo posible por parecer saludable para que mi amigo alabe la habilidad de mi camuflaje, sus materiales, comprados en wigs.com, CVS y Sephora. No hablamos de quimioterapia excepto un intercambio de información práctica, como a qué hora poner la alarma del despertador y cuál es la mejor ruta hasta la clínica. Pasamos el tiempo como lo pasan los amigos, cocinando verduras y oyendo música y hablando apasionadamente de otros amigos, ideas o asuntos de política. El día de la quimioterapia nos levantamos pronto y llegamos quince minutos tarde al menos. Hacemos una predicción de cómo de bien irá el tratamiento en función de qué canción suena en la radio del coche: “Bohemian Rhapsody” (no muy bien), “Waterfalls” de TLC (mejor). La quimioterapia, como la mayoría de los tratamientos médicos, es aburrida. Como para la muerte, hay que esperar mucho hasta que te llaman. Es también esperar mientras el pánico y el dolor posibles dan vueltas alrededor.

Una enfermera introduce una aguja muy larga en mi dispositivo de acceso venoso subdérmico (el “reservorio”). Primero me extrae cosas, después hay cosas que me inyectan y mi extraen, después hay cosas que se hacen gotear hacia mi interior. Para cada una de esas cosas que se hacen gotear hacia mi interior debo decir mi nombre y mi fecha de nacimiento. De todos los medicamentos que me infunden, algunos tienen efectos conocidos, evidentes: Benadryl, esteroides, Ativam. Debería saber qué se siente con ellos pero, en este contexto, nunca se parecen a sí mismos. Al contrario, al combinarse con la quimioterapia, crean una nueva sensación, una masa informe de ausencia de claridad.

Yo antes era una persona puntual. Ahora siempre llego tarde. Antes era una persona que reaccionaba mucho a una taza de café. Ahora soy una persona que se comporta cuasi-arreactiva con el barro de estas sustancias en mi interior. Se lo explico a mi amigo, mientras me infunden los fármacos: “Me están dando todos estos medicamentos, hasta el último”. La enfermera de oncología asiente: “Sí, sí lo estamos: le estamos dando todos los medicamentos”.

Intento ser la persona mejor vestida de la sala de quimioterapia. Me envuelvo con el lujo de la ropa de segunda mano que aseguro con un gran broche dorado con forma de herradura. Las enfermeras siempre me felicitan por cómo visto. Lo necesito. Después me ponen el gotero con el platino, entre otras cosas, y soy una persona con lujo de segunda mano y platino corriendo por mis venas.

Después de que la perfusión termina, me siento hasta que me es posible. No me rindo hasta que lo hago. Intento ganar a todos los juegos de mesa, recordar los libros que cualquiera de nosotros hemos leído, estar despierta hasta tarde. Pasan cosas terribles en mi cuerpo. A veces se lo digo a mis compañeros: “Están pasando cosas terribles en mi interior”. Finalmente, cuarenta o cuarenta y ocho o sesenta horas más tarde, no me puedo mover y no hay nada que pueda hacer para el dolor pero, intentando ser obediente a la Medicina y educada con mis amigos, me tomo algo para el dolor.

Se supone que las personas con cáncer de mama debemos ser nosotras mismas, tal como éramos antes, pero también mejores y más fuertes y al mismo tiempo dramáticamente peores. Se supone que debemos guardarnos nuestra infelicidad para nosotras mismas pero donar nuestra valentía a todo el mundo. Se supone, como cualquiera puede ver en los vídeos de YouTube, bailar hacia nuestras mastectomías o, como en “Sex and the City”, ponernos de pie junto a Samantha en el salón de ceremonias y lanzar al aire nuestras pelucas mientras una multitud de mujeres y hombres gritan su aprobación. Se supone que debemos, como hace Dana en “The L World” recogernos y levantarnos desde nuestra autocompasión y parecer estilosas en las calles con nuestros sombreros de colores. Si morimos después, como le ocurre a Dana, se supone que debemos saber que nuestras amistades participarán en una carrera solidaria y se tomarán un minuto para recordar que una vez vivimos, antes de pasar al siguiente episodio. 

Se supone que debemos ser identificables como pacientes mientras recorremos hospitales y recibimos el tratamiento y que nuestro yo enfermo, real, pase desapercibido mientras vamos altrabajo o cuidamos de otros. Nuestros yo real debe vestirse con el falso heroísmo de la enfermedad: cada paciente es una superviviente celebrity, sonriendo antes de la cirugía y sonriendo después, también. Debemos de ser mujeres (o chicas o señoras o lo que sea) batalladoras, sexys, agudas. Del mismo modo, como las sugieren las camisetas de Amazon, siempre debemos ser capaces de decirle al cáncer “¡te has equivocado de zorra!” En mi caso, de alguna forma, el cáncer se equivocó con la zorra adecuada.

Durante el tratamiento debes tener deseo de vivir pero también es necesario que creas que eres una persona que vale la pena mantener con vida. El cáncer precisa de una medicina dolorosa, cara, peligrosa para el medio ambiente, extractiva. Mi deseo de sobrevivir significa que no puedo dedicarme a desentrañar la ética de la supervivencia. Muchos de los medicamentos quimioterápicos que utilizo, como la ciclofosfamida, pasan de la orina a las aguas residuales y se pueden encontrar trazas de los mismos en el agua corriente hasta unos 800 días después. Otro, el carboplatino, se acumula y permanece en el medio acuático, aunque nadie sabe todavía qué daño hace. El tejo del Himalaya, el árbol del que deriva uno de mis medicamentos, está en peligro de extinción desde 2011.

En 2017 se emplearon 130 billones de dólares en medicamentos contra el cáncer globalmente, una cantidad mayor que el PIB de más de 100 países. El coste de una sola perfusión de quimioterapia era mayor que el dinero que yo había ganado en cualquier año de mi vida. Mi problema es que quiero vivir una vida valorada en millones de dólares pero no sé si merezco la extravagancia de esta existencia. ¿Cuántos libros tendré que escribir para devolverle al mundo mi aún-existencia?

Cuando estaba recuperándome de uno de mis tratamientos, le pedí a una amiga que contara mis heridas. Me dijo “no me gusta esto” y parecía que se iba a poner a llorar como si esto fuera el tipo de momento que después se convertiría en literatura, y discutí con ella. “Es mi cuerpo” y “quiero saber qué le ha pasado”. Me puse frente a un espejo con mi vendaje de compresión enrollado más abajo de la cintura. Miramos lo que podíamos ver, ella con horror, yo con una insistencia dura, curiosa. No podíamos averiguar qué eran agujeros y qué no eran, qué significaban los moratones, los sangrados, las abrasiones. Los dolores de mi cuerpo no eran instrucciones precisas para el futuro ni relatos fiables del pasado. Toda la mitad superior dolía: cuello brazos axilas abdomen espalda ojos garganta cara hombro cabeza. Había un punto, en el lado de lo que iba a ser mi nueva mama izquierda, que dolía como algo urgente. Había otro punto, en el lado de lo que iba a ser mi nueva mama derecha, que dolía como algo menos urgente.

En una nota sobre los posibles títulos para el libro que se convertiría en “La enfermedad y sus metáforas”, Susan Sontag escribió: “Pensar solo en uno mismo es pensar en la muerte”. Ser un escritor me hace una esclava de los detalles de cada sensación, página tras página. Estoy segura de que mi enfermedad haría una historia mejor si fuera sobre otra persona. ¿Quién querría oír el martillo quejarse de su encuentro con el clavo? Los ligeramente enfermos pero no diagnosticados son mejores narradores que los verdaderamente enfermos. Su sufrimiento no es tan sobredeterminado. Pueden ser generosamente autoreferenciales, poéticos con el glamour de la proximidad de la persona enferma al final.

Escribir sobre una misma puede ser escribir sobre la muerte, pero escribir sobre la muerte es escribir para todos. Como escribió Audre Lorde en “The Cancer Journals” tras ser diagnosticada de cáncer de mama a la edad de 44 años, “llevo tatuada en mi corazón una lista de nombres de mujeres que no sobrevivieron y siempre queda sitio para uno más, el mío”.

Tras mi mastectomía bilateral me desahucian de la sala de recuperación. La enfermera me despierta de la anestesia e intenta rellenar un cuestionario de alta mientras yo le discuto que no me encuentro nada bien. Le digo que mi dolor no está controlado, que aún no he ido al baño, que no me han dado instrucciones suficientes, que no me puedo poner en pie. La enfermera hace que me vaya. Y me voy.

No puedes conducir hasta casa, por supuesto, cuando estás gritando de dolor, incapaz de usar tus brazos, con cuatro bolsas de drenaje colgando de tu cuerpo, delirante por la anestesia y apenas capaz de andar. Se supone que no puedes quedarte sola en casa, tampoco. Pero nadie pregunta realmente cómo te las apañas una vez que te fuerzan a irte de la clínica quirúrgica ––quién, si es que hay alguien, te va a cuidar.

Diez días después de la cirugía tengo que regresar al trabajo. He estado dando clases durante los meses de la quimioterapia pero, a pesar de eso, he agotado los días de baja médica. Me llevan en coche mis amigos, muchos de los cuáles han tenido que hacer grandes sacrificios para ayudarme. Algunos me han dado dinero, otros me han ayudado con los drenajes, otros mandan grabaciones de selecciones de canciones o palomitas de cannabis. Mis amigos me llevan los libros a la clase porque no puedo usar mis brazos. Confusa por el dolor, doy una clase de tres horas sobre el poema de Walt Whitman “Los dormidos” ––“vagabundeando confuso, perdido para mí mismo, desordenado, contradictorio”–– con las bolsas de los drenajes pegadas a mi muy comprimido tórax. Mis estudiantes no tienen ni idea de lo que me han hecho ni de cuánto ,e duele. 

Siempre he querido escribir el libro más bello contra la belleza. Lo llamaría “Ciclofosfamida, doxorrubicina, paclitaxel, docetaxel, carboplatino, esteroides, anti-inflamarios, antipsicóticos antinauseas, antidepresivos, sedantes, lavados con salino, antiácidos, gotas para los ojos, gotas para los oídos, cremas para el acorchamiento, toallitas de alcohol, anticoagulantes, antihistamínicos, antibióticos, antifúngicos, antibacterianos, somníferos, D3, B12, B6, canutos, aceites y comestibles, hidrocodona, oxicodona, fentanilo, morfina, lápices de cejas, cremas faciales”.

Entonces me llama la cirujana para decirme que, hasta donde puede saberse, los medicamentos han funcionado y el cáncer ha desaparecido. La cirugía realizada tras seis meses de quimioterapia revela una “respuesta patológica completa”, el resultado que yo había estado esperando, el que me da las máximas oportunidades de que, cuando me muera, no sea de esto.

Con esas noticias soy como un bebé recién nacido en las manos de un cuerpo hecho sólo de la gran deuda de amor e ira y, si vivo otros cuarenta y un años para vengarme de lo que me ha pasado, no será suficiente.

Siempre he odiado cada matiz de lo heroico pero eso no quiere decir que nunca haya tenido esa mirada. Los problemas comunes pasan a través del tamiz de las formas que tenemos para describirlos y, antes de que sepas, el sufrimiento amplio y compartido de este mundo se estrecha y difumina, tan suave como la seda y con un aspecto tan particular como las palabras que necesitas para contarlo.

El sufrimiento intensamente sentido se asigna a determinados tipos de personas ––unos seres de clase alta, débiles, elegantes, lánguidos y pálidos. Si no me conocierais podríais pensar también que mi enfermedad fue tan preciosa que consistió simplemente en un sufrimiento en interés de la semiótica. Pero yo era una madre soltera sin ahorros y sin una pareja que pudiera cuidar de mí, que tuvo que trabajar durante todo el tratamiento en un empleo en el que se me aconsejó que nunca dejara caer que estaba enferma. En otras palabras, mi cáncer, como el de casi todo el mundo, era normal, como era, aparte de dedicarme a escribir, mi vida.

Mi cáncer no fue simplemente una serie de sensaciones o lecciones de interpretación o un problema sobre el arte, aunque era todas esas cosas. Mi cáncer era un miedo atroz de que me iba a morir y dejar a mi hija sin recursos en un mundo difícil, un miedo, también, de haber dedicado mi vida a escribir y haber sacrificado todo lo que tenía sin que hubiera llegado la recompensa. Era el terror de que todo lo que había escrito quedaría en la minería de datos de Google, nunca leído hasta que incluso los servidores de Google se convirtieran en polvo y, en ese tiempo, yo me convirtiera esa cosa muda, una persona muerta, dejando demasiado pronto a todos y todo lo que amaba tanto.

Le digo a mi hija que mi test genético BRCA ha dado negativo. Le digo que, sin causa hormonal y sin tendencia genética y sin factores obvios de mi estilo de vida, el cáncer que he tenido probablemente se debe a la radiación o a carcinógenos aleatorios, que no se tiene que preocupar porque no está predispuesta ni tiene una maldición genética. “Te olvidas”, me dice, “que yo aún llevo el tipo de vida en el mundo que te ha puesto enferma”.

A pesar de meter en hielo mis manos y mis pies durante la quimioterapia, mis uñas de las manos y de los pies se me han levantado. Las uñas desprendidas de los dedos duelen tanto como las uñas desprendidas de los dedos deben hacerlo. Me vendo las uñas pintadas. He perdido amigos, amantes, memoria, pestañas y dinero, así que estoy absolutamente determinada a no perder nada más a lo que esté unida. Mis uñas se caen a pesar de mi oposición a su caída.

Mis nervios empiezan a morir, desintegrándose en una sensación quemante desde sus finales en mis dedos de las manos, de los pies, de mis genitales. Mis dedos se han convertido en los solipsistas más desagradables: insensibles al mundo, enfurecidos en su interior. Las enfermeras me dan una carpeta brillante con una foto de una mujer de pelo plateado en su portada. El título es “Tu Viaje Oncológico” y dentro me cuentan que la solución a mi situación, la neuropatía es pedirles a otros que abrochen mi camisa, pero no dicen a quién. Me he vuelto torpe también por la alteración de la propicocepción. Ya no puedo confiar en que mis pies me digan donde estoy de pie.

En resumen, mi cuerpo se ha vuelto inaguantable, como hacemos muchos. Pienso en el hombre flotante del filósofo medieval Avicena que, sin ninguna otra sensación, aún sabe, como prueba de su alma, que él existe. No estoy seguro de creerle. Una respuesta mejor se encuentra en el argumento del poeta romano Lucrecio, en su poema épico De Rerum Natura, respecto a que podemos morir centímetro a centímetro. Cada célula es un reino tanto de sustancia como de espíritu y cada reino puede ser derrotado. Nuestra fuerza vital, como nuestros cuerpos, nunca parece apartarse de nosotros de golpe. Cualquiera que haya estado a un paso de la muerte puede atestiguar esto. Lo que llamamos nuestra alma puede morir en pequeñas cantidades de igual forma que nuestros cuerpos pueden ser usados, amputados y envenenados fragmento a fragmento.

Mientras estoy enferma, durante mucho tiempo, me encuentro como si estuviera probablemente muerta, rondando cualquier territorio medianamente familiar de la Tierra, una viajera a la vida después de la muerte que, por algún motivo, se me permite creer que es real. Si aún estuviera viva, pienso, hubiera visitado al menos California. Leo más adelante que el sentimiento de estar casi muerta puede estar causado por distintos tipos de daño cerebral, como de la clase que he expuesto de la quimioterapia. Soy un fantasma, pero mi pérdida de mí misma no es ni siqueira metafísica ––es mecánica. Aún así, la explicación racional de por qué me encuentro muerta la mitad del tiempo hace poco por el horror irracional de existir como si no lo hiciera. Aquí estamos, aquí estoy, sola y mi propio yo la mitad desaparecido, la mitad de nosotros extraviada.

Sé que todo ha sido confuso, o al menos así era para mí. Pero es la misma confusión que cuando estoy segura de que cada persona que ha vivido alguna vez sabe exactamente lo que quiero decir cuando describo sentirme como una serpiente en un sendero al sol que se revela, cuando la miramos de cerca, solo como la piel abandonada de una serpiente.

Ver una serpiente es también pensar cómo una serpiente se deshace de su piel, la forma que tiene de restregarse contra algo duro de forma que la piel empiece a aflojarse y también la forma que tiene la serpiente de generar suficiente piel nueva de forma que la anterior pueda ser abandonada. Ver una serpiente es pensar en la forma en que los ojos de la serpiente miran alrededor y por un momento pueden no ser capaces de ver porque ahí está, haciéndose con su nueva piel, despojándose de la vieja, perdida en el proceso de convertirse en otra cosa.


viernes, 12 de abril de 2019

Exposición




En Madrid, una vez más.

En Madrid, claro, hacemos cosas. Vamos al teatro, museos, exposiciones, paseamos por la ciudad, al menos por la ciudad convencionalmente turística, por ejemplo Chueca, el barrio de Las Letras, etc. Madrid, para los que venimos de fuera en un fin de semana, está para eso.

Convencionalmente.

En el Reina Sofía hay una exposición temporal titulada “París pese a todo”. Imposible resistirse. Es como “París bien vale una Misa” pero en postmoderno. La cosa va de la producción artística en París entre 1944 y 1968, es decir, después de la 2WW y a partir de los artistas extranjeros que  contribuyeron a la misma. La exposición –dice el folleto– agrupa más de 100 artistas extranjeros (no franceses) incluyendo pintores, escultores, cineastas, músicos y fotógrafos. 

Y el arte, como siempre, interroga a los que nos paramos a contemplarlo, aunque sea unos segundos. 

Nos preguntamos quién, cuándo y, sobre todo, por qué, para qué, cuál era su intención. El arte tiene intención, tiene una ambición más o menos imposible: cambiarlo todo o una pequeña parte del todo, buscar algo, citar algo, comentarlo, enmarcar una situación, exponer una parte de la realidad o de lo imaginario. Hablar, también, de lo que no se puede hablar. El arte, al menos, pretende

Salimos del museo, pero no hemos visto la exposición. No. Entre la cola de la entrada, los tickets, ir al baño, admirar el edificio Sabatini, orientarnos y ver el Guernica, ese cuadro totémico de nuestra cultura-narración, se nos va la mañana. Rabascall,  Matta, Erró, Telemaque y tantos otros se quedan sin interrogarnos. Nos perdemos –sigue diciendo el folleto de la exposición– una producción artística que acompaña a “intensos debates dirimidos en un contexto local e internacional de profundas transformaciones, tales como el nuevo orden geopolítico global que inaugura la Guerra Fría, la consolidación de la sociedad de consumo y la economía de servicios, los movimientos antiimperialistas y decoloniales, [esta coma que precede al corchete es, supongo, una Oxford comma en un texto en castellano; me parto (y la risa y los corchetes son obviamente míos)] y el fin de los grandes relatos de la modernidad”. 

No hemos visto la exposición del París de postguerra en el Reina Sofía pero –¿en cambio?– hemos visto el Guernica de Picasso. El Guernica acompañado de los vídeos de los bombardeos sobre población civil, con las fotos de los refugiados españoles, los cientos de bocetos previos al cuadro, los bodegones de Juan Gris a los que Picasso robó tanto y tan bien. Y un diseño para una posible bandera de las brigadas internacionales británicas, que ilustra este post. En una vitrina.

– Qué letra más fea tiene el pintor [André Masson] –dice mi hija

El arte te interroga.

Luego hemos tomado algo en un bar de la calle Atocha, junto a la estatua que reproduce el cuadro de Genovés inspirado en el asesinato de aquellos abogados laboralistas, muy cerca del número 55.  He intentado explicarles algo a mis hijos (fathersplaining), al menos los detalles básicos de esa historia, pero he preferido dejarlos con algunos interrogantes, por si les sirven de algo, de un punto de partida. Seguro que les sirven más que una mala explicación. Una constatación de que la Historia la escribimos, pero también nos inscribe.

En Madrid, una vez más, esa ciudad sin límites. 

Madrid pese a todo: las ventajas de no ver una exposición, de encontrarse, como siempre, otra cosa.

Abrazos.

PD:
Cuando llego a casa, pocos días después, en el último #unpaisparaescucharlo alguien toca música en mitad de la devastación de Belchite. El arte te interroga. Y también te grita al oído, a veces, para ver si despiertas.