Hemos
tenido recientemente esa cosa de los Príncipes de Asturias y todo
ese glamour
que otorga a la Real Casa el préstamo de prestigio de personas mucho
más brillantes que el oro de la corona. A veces pienso que esto de
los Premios tan Principales funciona de una forma similar a quien se
rodea de libros –y lo digo en pública acusación de mí mismo–
que no ha leído. Uno espera que los libros, su presencia, sus lomos,
su orden, sí, su prestigio, también, pero, sobre todo, la promesa
de lo que contienen, llegue a iluminarlo, a deshacer un poco de esa
inmensa sombra que es la ignorancia, algún día.
Uno,
supongo, se rodea de libros para que le digan cosas, pero quizá
también para que hablen de él. En la era antes de Facebook, era una
forma artesanal del clic de "me gusta". Esos títulos
verticales. "Poesía, vaya", decían tus amigos. O bien,
"¿Por qué Montaigne al lado de Cernuda?" en el mejor de
los casos. Libros: fragmentos, trozos, a medio cocer, de la vida. La parte por el todo.
Y
en los Príncipes de Asturias, decíamos, entre sus flamantes nombres
como títulos en lomos verticales, hemos tenido (casi) a Philip Roth.
Con todo ese montón de Gran Novela Americana –literalmente– a
cuestas. Con su ficticio y cada vez más real Zuckerman, sus
trilogías temáticas, su genio y su potencia. "Nos te
coronamos, príncipe de las letras" hubiéramos oído, de
presentarse el escritor al evento, cosa que no sucedió. La parte no
llegó, del todo.
Con
la capacidad del azar para ordenarlo todo con tanto sentido, poco
después (en tiempo geológico casi simultáneamente), el Rey deRedonda, con su ficticio y cada vez más real Jaime o Jacobo Deza, no aceptaba otra corona que la que él mismo se impone y sus pares
reconocen. La parte (que, de alguna forma) representa al todo, no
gustó a Marías.
Y,
además, todo esto, el azar dicta, los telediarios y los períodicos
mezclan, alrededor de los días del lazo rosa, del periodo del
"breast cancer awareness" donde se multiplican los mensajes
de la detección precoz, de La Realidad en forma de cáncer, de la
nada ficticia amenaza de amputación, de sufrimiento, de muerte. De
nuevo la parte por el todo, pero aquí acompañada, desgraciadamente de grandes,
impactantes,
cifras: cientos de miles de mujeres, cada ocho minutos, una de cada
doce o ocho o dieciocho... Cientos de mensajes, vídeos, slogans, reuniones. (Y un
poco, sólo un poco, de pensamiento crítico, herético, poca
información sobre las dudas del beneficio del diagnóstico precoz
que pasan casi desapercibidas en el mainstream
de La Medicina, al menos de La Medicina Divulgada).
Hay
otro nexo, otro azar, otro link.
Hay un libro de Philip Roth de 1973. Un librito, tratándose de él,
perdón, de Él. Casi un ejercicio literario, diría yo, pero un
ejercicio que le salió redondo (y perdón, de nuevo, ahora por el
cliché y la broma fácil). Se titula "The Breast", o sea,
sí, "El pecho", como se tradujo al español, o "El
seno", que dirían Gros o Prats o Ramón (Gómez de la Serna),
es decir, "La Mama", así entre nosotros. En el libro, y
aquí sigue un poco de spoiler,
me permiten, un profesor de literatura comparada sufre una
metamorfosis Gregorio-Samsa-way y se convierte, de un día para otro,
no en un insecto, no en un monstruo, se convierte en una mama, una
esférica mama "con la forma de una sandía en un extremo"
y provista de un sensible (muy sensible) pezón. Tratándose de Roth
y con este comienzo, se entiende que el tratamiento del tema no es,
para nada, políticamente correcto. Hay tragedia, sí, pero también
humor, poca condescendencia, palos a todo lo que se mueve. Buena
literatura. Que consigan meterte en una mentira de ese calibre
(suspender momentáneamente la credulidad que dicen los entendidos)
requiere de gran habilidad literaria, es obvio. Un hombre convertido
en mama, en un megaseno
inmóvil, casi sordo pero hipersensible, hipersexuado, de nosecuantas
libras de peso, que es cuidado sobre una hamaca por enfermeras/os, un
psiquiatra, sus (escasos) amigos, su antigua (y actual, a pesar de
las dificultades anatómicas) amante y su padre.
Traigo
todo esto aquí pensando en cómo miramos, en cómo nos vemos y nos
ven. La buena literatura, como otras formas de arte, muestra cosas
pero, sobre todo, nos mueve, nos agita en algún lugar que tendemos
de otra forma a silenciar, a mantener plano e inmóvil, resuena con
una vibración compleja que, finalmente, deja unas cuantas buenas
preguntas en el aire. Y se adelanta a su tiempo, tantas veces.
En
ocasiones, algo –una parte– nos atrapa, nos obsesionamos con un
asunto, un fragmento, un tema. Una idea invasiva, tóxica, egoísta,
que se quiere universal. Algo que, como un seno materno, nos alimenta
y, a la vez, no nos permite ver del todo, vernos a nosotros, ser
completos. Nos engulle, nos diluye, en
su seno.
Nos convertimos en ese mismo fragmento, sordos, inmóviles,
grotescos. Inhumanos.
Sinécdoque:
tomar a la parte por el todo. Eso es. A veces, más potente que una
metáfora.