Están, sí, los senos de Ramón.
Porque Ramón suele ser así: solo “Ramón”. Sin apellidos. Porque “Gómez de la Serna” ha sido siempre demasiado formal para este jugador del lenguaje, diseñador y reinventor de palabras, que no de pólvora, eterno extrañado que todo lo ve tan desde lejos y desde tan adentro que ya es, para siempre, ese otro lado el único posible, el lugar al que nos lleva como los niños nos llevan a veces de la mano sin que podamos (ni debamos) resistirnos. Y Ramón es, además, Madrid como tan pocos (quizá como Umbral, que no lo era del todo y también pasea por Madrid para siempre de la mano de un niño mortal y rosa) y, a la vez, tan argentino como Cortázar (que leyó “El hombre perdido” mientras dibujaba con tiza las pistas de una futura rayuela). Pero Ramón permanece agazapado en el semiolvido, eternamente moribundo, sin escuela que lo reivindique, sin lectores jóvenes que lo lean, porque ya no hay jóvenes o no hay lectores o porque Ramón es lo más alejado, pongamos, de Harry Potter, de Hessel o de los teen-vampiros crepusculares.
Ramón, escritor para escritores o tal vez solo para sí mismo, polígrafo, autoeditado, disperso, acaparador de ismos y experimentador, viejo en las fotos, niño siempre en sus textos, en sus dibujos [José Camón Aznar dijo de Ramón “Ha hecho otra vez niño al mundo. Nos ha permitido verlo sin legañas políticas, sin estrabismo de rencor social, sin prejuicios académicos. Libre, libre, suelto, convertido en globo infantil del que pueden colgar todos los astros y mover todos los vientos: otra vez el mundo primitivo, elemental, viendo cada cosa con su alma y, por lo tanto, llenando de dignidad casi religiosa el universo”]. Inabarcable y siempre accesible por cualquiera de sus páginas. Inventor de los tuits antes de twitter, de los microensayos antes o la vez que Walser, de los microrrelatos antes o después de cualquiera.
Como Ramón es, en cierto modo, una aventura (y una región o mejor, un país del que uno puede recorrer con más o menos admiración ciertos rincones, paisajes o, sobre todo, grandes espacios abiertos como de película de vaqueros) yo me propuse tropezar con él en Madrid. Era un miércoles de este septiembre luminoso y la cuesta de Moyano, junto al jardín Botánico (con su frondosidad siempre descuidada que parece desbordarse por esas verjas perimetrales que solo tiene Madrid), la estaban tendiendo de libros más o menos usados. De una forma entre tímida y aleatoria me fui acercando a las mesas donde los libreros exponen sus criaturas como recién pescadas . No hay dos que los coloquen de la misma forma. Unos los tienen apilados, otros con los lomos en “presenten”, algunos ordenados por editoriales, alfabéticamente, por temas, por tamaños, ¡por colores!, por antigüedad. Y uno sabe que las verdaderas joyas están en esas pequeñas trastiendas (si es que tiendas tan pequeñas tienen tras) y, de cuando en cuando, pregunta:
Y la respuesta importa menos que la búsqueda, porque lo importante con Ramón es buscarlo, que él ya te encuentra si quiere.
La cuesta desde uno al otro extremo y Ramón sin aparecer. Para los que perseguimos libros como Hemingway cazaba elefantes (y el parecido acaba ahí), la persistencia es un arte y las pequeñas pistas una obsesión. Había que atisbar tapas azulonas de topos blancos, las de la colección Austral (las de mi ejemplar de “El hombre perdido”) sección “Literatura/Novelas”, esos libros que parece que nacieran ya “de viejo”, con sus páginas ocres, que más que amarillear se han puesto morenas, como esa gente que se dice “de piel agradecida” que se oscurecen nada más ver el sol de lejos.
Sí, por fin, efectivamente, ahí estaban, en la estantería de uno de los puestos, escondidos entre manuales de fotografía (analógica) y geografías (anticuadas): los “Caprichos”de Ramón. Tras una compra breve y sin regateo, nos fuimos de la mano, el libro y yo (porque a Ramón no se le puede meter en una bolsa de plástico: prefiere siempre revivir desde sus libros, no perderse nada, echar una mirada furtiva a un escote o ver cómo los niños por la calle siguen jugando a ser niños por la calle), pero antes de acabar la cuesta, un librero al que no había preguntado se me acercó, me llevó a su pequeño mostrador rebosante de libros huérfanos, entrebuscó en un cajón que abrió con llave y me ofreció un objeto único y precioso. Lo tenía envuelto en un plástico, retractilado artesanalmente. «Una primera edición», me dijo. Eran los “Trampantojos”, uno de esos libros inclasificables de Ramón donde se alternan cuentos cortos, asombrosas descripciones y greguerías (con el premio final de poseer unos dibujitos deliciosos hechos por la misma mano del escritor).
- ¿Una primera edición
- Sí. Una joya. Se lo dejo en trescientos.
-¿?
- Marca quinientos. Y está en perfecto estado.
El caso es que yo no puedo soportar los libros antiguos en perfecto estado porque me recuerdan a perros abandonados, a sillones tan caros que nunca alojaron ningún trasero, seres subestimados por el capricho de sus primeros e idiotas compradores, indiferentes ante lo que se traen entre/a las manos, así que mis “Caprichos” recién comprados, con sus páginas usadas y oscuras como la piel de los emigrantes, y yo salimos huyendo de la codicia del librero/joyero tartamudeando alguna tonta disculpa, dispuestos a tomarnos una cerveza rubia al sol fresco y amable de las terrazas de los bares en Septiembre.
― Las primeras ediciones son como textos vestidos de alta costura ―le dije a mi libro de Austral―. Yo, sinceramente, prefiero los libros gastados, anotados, extenuados por otros lectores, con subrayados como cicatrices.
Ahora “Caprichos” descansa en mi biblioteca, después del esfuerzo de haber sido leído, junto a “El hombre perdido”, “Trampantojos” y “Senos”, estos dos últimos posterior y diligentemente servidos por una tienda virtual, electrónica, que no es como la cuesta del Moyano ni de lejos, pero también tiene su utilidad cuando los cazadores de libros andamos escasos de tiempo o faltos de puntería.
Estan sí, los “Senos” de Ramón, de eso iba este post. Un libro imposible hoy, por su incorrección política, por su sexo ingenuo y juguetón. Porque senos es a la pornografía como el Prado a una tienda de enmarcación de cuadros. Por eso no es un libro recomendable sin más, sin darle el espacio que necesita, sin encuadrarlo. Publicado en 1917 cuando Europa quería terminar su guerra más devastadora y salvaje y Rusia se preparaba para ser roja y eterna, “senos” es la obra de un coleccionista (misógino y voyeur) de fantasías que exhibe sus hallazgos. En la pág 148 de mi edición dice: “Las que van a ser operadas se acuestan para que les corten el pecho, se acuestan sabiendo lo que las va a suceder, dispuestas a sacrificar algo de lo superfluo para que no se contamine toda su vida”. En 1917. Ayer. ¿Hoy?.
Como dice JC Mainer al final del prólogo del libro, “[Senos], como todos los libros eróticos que valen la pena, […] habla, en realidad, de la soledad y del miedo”.
Ramón, también desde el alcor de los senos.
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